Pautas de Mensuración de la Pena

    A) Introducción

    Señores jueces: A continuación vamos a pronunciarnos sobre las pautas que empleamos para seleccionar las penas que corresponde irrogar a cada uno de los imputados, conforme los parámetros de apreciación de los arts. 40 y 41 del CP. Entendemos que estas pautas convencerán al tribunal de que la pena que solicitaremos en cada caso es la justa y, por ende, la que corresponderá imponer a cada uno de los imputados.

    B) Clase de pena

    Como vimos, los tipos penales descriptos contemplan, en forma alternativa las penas de reclusión y prisión. Por supuesto, todos los magistrados pueden seleccionar cualquiera de las penas alternativas que contemple el tipo aplicable, y determinar su monto específico, si éstas fueran divisibles. Pero resulta claro que esa elección deben hacerla dentro de los límites acordados por el legislador y, obviamente, cuando éste lo permite. Lo contrario, implicaría transgredir la división de funciones que consagra el sistema republicano de gobierno (art. 1º C.N.) y el principio de legalidad (art. 18 ídem), el cual específica no sólo que determinado hecho es reputado delictivo con anterioridad a su comisión, sino también que una pena, y no otra, debe ser impuesta.

    Así, aun cuando un tribunal la estime "justa" o "adecuada", no puede imponer, por ejemplo, una pena divisible al autor de un homicidio agravado por alevosía (art. 80 inc. 2º C.P.), o de reclusión temporal si el hecho fuera una estafa (art. 172), o exclusivamente de multa si fuera un abuso sexual con acceso carnal (art. 119).

    En otras palabras, no pueden los jueces reemplazar una pena por otra, o imponerla en montos inferiores o superiores a los legislados, toda vez que, como ha sostenido la CSJN en Fallos 263:460:

    "por amplias que sean las facultades judiciales en orden a la aplicación e interpretación del derecho, el principio de la separación de poderes, fundamental en el sistema republicano de gobierno adoptado por la Constitución Nacional, no consiente a los jueces el poder de prescindir de lo dispuesto expresamente por la ley respecto al caso, so color de su posible injusticia o desacierto"[1].

    Justamente, los arts. 54 a 58 de Código Penal, indican qué pena debe aplicarse y cuál es el monto que debe tomarse en caso de concurso de delitos. Si el hecho es único y existe multiplicidad de adecuación legal, el concurso es formal y se aplica la pena mayor (art. 54 C.P.), siguiendo el sistema de "absorción absoluta" de la pena mayor por la menor[2].

    Mas si la pluralidad se da en el plano fáctico, y los hechos son independientes y concurrentes -esto es, si no hay condena firme-, el concurso es real: si están reprimidos con una misma especie de pena, el legislador conjuga todas las infracciones y las "acumula jurídicamente", estableciendo sólo sus límites porque, obviamente, la pena conminada (sea cual fuere) es la misma. Por ejemplo, entre un hurto y un robo simple, la pena será de prisión, porque es la misma en los arts. 162 y 164, CP y el monto será una escala que irá desde un mes (en ambos arts. el mínimo es el mismo) a ocho años, es decir, la suma de los máximos.

    En cambio, correctamente Zaffaroni señala que "los párrafos primero y segundo del art. 56 se refieren a los casos en que se forma la pena total por concurrencia de penas de reclusión y prisión", y resultando ambas penas divisibles, debe aplicarse la más grave, esto es, la reclusión[3].

    Resulta claro que, en caso de concurso material de delitos que prevean alternativamente penas de reclusión y prisión, los jueces ya no están facultados a hacer la elección entre una pena y otro como si fuera un solo hecho. Los jueces ya no pueden elegir entre aplicar la pena de reclusión y la pena de prisión. No pueden hacerlo, simplemente, porque en esos casos, el legislador ordena aplicar la pena más grave: conforme los arts. 57 y 5ª CP, la pena más grave es la de reclusión. Cabe destacar que la interpretación que propicio ha sido aceptada como la correcta por la Sala III de la por entonces Cámara Nacional de Casación Penal in re “Rdoríguez Santana y otros s/rec. de casación”, c.nº 1543 del 17/9/98 (Reg. nº 390/98), en cuanto sostuvo que en casos como el presente: “resulta de indudable aplicación el art. 56 inc. 1º en análisis, conforme al cual deberá aplicarse la pena privativa de la libertad más grave (reclusión)”.

    Se observa, entonces, que las penas a aplicar a cada uno de lo inculpados debe ser, inexorablemente, la de reclusión. No hacerlo implicaría imponer una sanción diferente y de menor gravedad a la específicamente prevista para el caso, vulnerando, los principios republicanos de gobierno, de legalidad y de debido proceso (arts. 1º y 18 C.N).

    No desconocemos que la CSJN ha sostenido en el precedente “Nancy Noemí Méndez” (F: 328:143) que “la pena de reclusión debe considerarse virtualmente derogada por la ley 24.660 de ejecución penal, puesto que no existen diferencias en su ejecución con la de prisión”. Sin embargo y en primer lugar, no debemos perder de vista que en este precedente, la Corte se pronunció sobre cómo debía realizarse el cómputo de pena, pero no sobre su inserción legislativa dentro del art. 5º del Código Penal y dentro de los diferentes artículos contemplados en la parte especial y en las leyes especiales. No lo hizo, porque resulta evidente que la Corte no puede inmiscuirse en funciones legislativas y, por ende, en forma alguna puede concluir que un tipo de pena vigente ha dejado de existir sin una expresa ley que así lo determine.

    Además, es claro que no puede considerarse que la pena de reclusión se encuentre asimilada a la de prisión por la sola circunstancia de que el legislador haya equiparado su régimen de ejecución, pues esa simplificación hipotética racional conduce no sólo a desconocer, sino también a suprimir un sistema integral, plasmado en el Código Penal como manifestación de la política criminal de un Estado en un momento determinado.

    Señores jueces: todos sabemos que la interpretación de las normas constitucionales y legales no puede ser realizada en un estado de indiferencia respecto del resultado. En cuanto a la interpretación de la ley, la propia Corte ha señalado que no debe prescindirse de las consecuencias que derivan de cada criterio, pues ellas constituyen uno de los índices más seguros para verificar su razonabilidad y coherencia con el sistema en que está engarzada (Fallos: 324:68; 327:769, entre otros). Por eso, consideramos que pretender reducir las diferencias entre las penas de prisión y reclusión a la forma de su cumplimiento resulta una relativización del razonamiento, que olvida la consideración de otras consecuencias que se derivan de la distinción de esas dos especies de penas privativas de libertad y que, sin duda, tienen su correlato en diferentes institutos que atienden a una misma lógica, que demuestra la coherencia del sistema penal argentino y la supervivencia de la reclusión a través de los años, más allá de las numerosas reformas que se le han introducido.

    Entre los antecedentes del Código Penal de 1921, el senador Rojas sostuvo que:

    "Cuando no haya trabajos públicos, trabajos del Estado, la reclusión se confundirá con la prisión... La clase de trabajo, no da a cada pena su fisonomía propia, sus rasgos típicos... aceptamos que la pena de reclusión es más severa que la de prisión; admitimos que la primera se destina a reprimir los delitos más graves".

    Asimismo, adhiere a los pensamientos de Herrera, en cuanto sostiene que:

    "No es posible confundir lo que se refiere a la esencia de la pena con las demás circunstancias que tienen relación con la ejecución de éstas [...] La primera es de resorte exclusivo del Código; la segunda puede ser reservada para una ley especial"[4].

    Desde los orígenes de nuestra legislación actual, entonces, se diferenciaba a la prisión de la reclusión. Y ello no obedece exclusivamente a la forma de cumplimiento de cada una: la reclusión siempre fue considerada más grave, lo cual no sólo se desprende de los antecedentes parlamentarios sino también de lo que, finalmente, fueron las previsiones de los artículos 5° y 57 del Código Penal e, indirectamente -como consecuencias derivadas de una distinción que trasunta la ejecución- las disposiciones de los artículos 10, 13, 26, 44 y 46. Al ser considerada más grave, se hicieron distinciones en los artículos mencionados: por ejemplo, no procede la condenación condicional, art. 26 CP, en caso de pena de reclusión. Es claro que la aplicación de este instituto supone la determinación judicial de la pena a través de la sentencia, en la que se ha considerado que la gravedad del hecho impide dejar la ejecución en suspenso.

    El art. 13, por su parte, prevé distintos términos de cumplimiento de la pena para obtener la libertad condicional. Y los arts. 44 y 46 prevén escalas diferentes para establecer la escala de la tentativa y de la participación secundaria en caso de que la pena conminada sea de reclusión o prisión perpetua. Todas estas previsiones mantienen su vigencia y son de aplicación de todos los días.

    Esa metodología se ve corroborada, a su vez, por la circunstancia de que no existen delitos culposos sancionados con reclusión, a lo que debe sumarse que sólo los delitos más graves de cada capítulo de la parte especial la tienen prevista y, excepto el art. 258bis CP, sólo en forma alternativa.

    Debe tenerse en cuenta que es doctrina constante de la CSJN que la primera regla de hermenéutica legal consiste en dar pleno efecto a la intención del legislador de quien no se presupone inconsecuencia o imprevisión. Por esto, su propósito no debe ser obviado por los jueces, so pretexto de posibles imperfecciones técnicas en la instrumentación legal, evitando realizar interpretaciones que pongan en pugna sus disposiciones destruyendo las unas por las otras, y adoptando como verdadero el valor que las concilie y deje a todos con valor y efecto (Fallos: 308: 1745; 310: 149; 312: 1283; 320: 1962; entre otros).

    Podemos afirmar, así, que la voluntad legislativa no ha cambiado, y afirmar también que no puede considerarse que la ley 24.660 haya derogado virtualmente la pena de reclusión aunque no existan diferencias en su ejecución con la pena de prisión, ya que ha habido numerosas reformas acontecidas con posterioridad a esa norma que la siguen preceptuando dentro del catálogo de sanciones aplicables, tales como las leyes 25.087, 25.188, 25.601, 25.742, 25.816, 25.825, 25.882, 25.886, 25.890, 25.893, 25.928, 26791, 26842 y resolución 428/2013 del Ministerio de Seguridad. Si el propio legislador la sigue incluyen en reformas posteriores, decididamente debe concluirse en ningún momento quiso derogarla.

    Es por eso que la pena a aplicar deberá ser la de reclusión. Esto es así aún en los casos en que sólo se verificó responsabilidad en el delito de asociación ilícita, dada la gravedad que, como vimos, tuvo en el marco de la masacre regional

    C) Pautas de mensuración

    Ahora bien, sobre el monto de la pena que le corresponde a los imputados, adelantaremos nuestra opinión. A cada uno le corresponde el máximo de la escala de pena aplicable. Debemos aclarar en este punto que en los casos de Riveros, Bignone, Lobaiza, Feroglio, Cordero Piacentini y Furci, a pesar de que esa sumatoria excede los veinticinco años, no requeriremos en sus casos un monto de pena mayor, únicamente, porque los arts. 55 y 56 CP nos marcan ese monto como límite máximo, conforme el modo en que estaban redactados en esa época. Además, en la mayoría de los casos debe imponerse también la pena de inhabilitación especial por el doble de tiempo, y, respecto del imputado Furci, la de inhabilitación absoluta y perpetua, dadas las previsiones típicas contenidas en los delitos aplicables.

    Sentado esto, pasaremos a explicar ahora por qué entendemos que este tribunal debe aplicar los máximos en cada caso. De acuerdo a las pautas de mensuración de los arts. 40 y 41 del CP, a fin de establecer la pena a aplicar deben tenerse en cuenta, por un lado, la naturaleza de la acción y de los medios empleados para ejecutarla y la extensión del daño o del peligro causado. Por otro lado, la edad, la educación, las costumbres y la conducta precedente del sujeto, la calidad de los motivos que lo determinaron a delinquir, especialmente la miseria o la dificultad de ganarse el sustento propio necesario y el de los suyos. También, la participación que haya tomado en el hecho, las reincidencias en que hubiera incurrido y los demás antecedentes y condiciones personales, así como los vínculos personales, la calidad de las personas y las circunstancias de tiempo, lugar, modo y ocasión que demuestren su mayor o menor peligrosidad. Nos referiremos, en primer lugar, a estas últimas circunstancias, es decir a las condiciones personales de los imputados.

    Es importante recordar que esta referencia, que hace el 2° inciso del artículo 41 del CP a este tipo de circunstancias, apunta a reconstruir el margen de autodeterminación que tuvo el imputado al momento de dirigir sus acciones hacia la ejecución de un hecho delictivo. Es decir, para graduar la pena a aplicar, toma en cuenta la menor o mayor posibilidad que haya tenido el imputado de obrar de un modo distinto al que lo hizo. Sobre este punto, a lo largo de nuestra exposición hemos ido describiendo los antecedentes personales y profesionales de los imputados. De esos antecedentes surge con claridad que todos vivían una vida de privilegio para el contexto de la época.

    Todos ellos habían recibido una de las mejores educaciones que nuestro país brindaba en ese momento. Muchos recibieron, además, formación en el exterior. Gracias a los ingresos que percibían como oficiales de las Fuerzas Armadas o los servicios de inteligencia, podían disfrutar de una vida sin sobresaltos económicos.

    Por otra parte, también debe tomarse en consideración que, a excepción del imputado Furci, se trata en todos los casos de oficiales superiores que ostentaban los grados más altos de sus fuerzas, tanto en la Argentina como en el Uruguay: mayores, tenientes coroneles, coroneles, generales, contraalmirantes. Todos ellos, tenían personal a su cargo y estaban facultados para emitir órdenes. No debe perderse de vista que ser, por ejemplo, jefe de un regimiento o de un batallón, implica ser responsable por el trabajo de cientos de personas y de la custodia de material sumamente valioso. A estas personas se les confiaron esos cargos porque pasaron una buena parte de sus vidas preparándose para ello. Nada ni nadie los obligó a estar allí donde estaban; o a hacer lo que hicieron. Tuvieron siempre a su disposición múltiples opciones para comportarse de un modo distinto al que lo hicieron.

    Señores jueces: no hay dudas, nada hay en sus biografías que permita atenuar el reproche que debe hacerse por los hechos que cometieron. Por el contrario, todos los elementos demuestran que obraron con el máximo grado de culpabilidad posible; y que el reproche que se formule debe ser acorde a ese grado de culpabilidad, es decir, el más severo posible.

    Respecto de los medios utilizados para cometer los hechos por los cuales los acusamos, debe tenerse en cuenta que las acciones realizadas por los imputados formaron parte de un plan de persecución, orquestado por quienes usurparon el poder estatal y utilizaron, para ponerlo en práctica, todos sus recursos. Esto significó que los imputados tuvieron a su disposición y bajo su dominio, el armamento, los recursos humanos y toda la logística de las fuerzas armadas de un país; contaban, además, con toda la estructura de inteligencia estatal para obtener la información necesaria para ejecutar sus objetivos; pudieron disponer, además, de la estructura edilicia del Estado para mantener a sus víctimas cautivas, de manera tal de extender todo lo que fuera necesario las sesiones de interrogatorios bajo tormentos y poder decidir con precisión el destino final de las víctimas.

    Por otra parte, en cuanto a la naturaleza de las acciones llevadas adelante por los imputados, debe tenerse en cuenta que, como ya adelantamos al referirnos a la calificación que debía otorgarse a los secuestros y desapariciones por los cuales acusamos a la mayoría de los imputados; sólo los límites que marca el principio de legalidad nos llevaron a considerar aplicable el delito de privación ilegítima de libertad doblemente o triplemente agravada. Pero como también dijimos, ese tipo penal no logra capturar la real gravedad de esos hechos.

    Ya explicamos lo que significan esos hechos, entonces y ahora, para cada una de las víctimas, para cada uno de sus familiares y allegados y para el conjunto de la sociedad. Asimismo, tampoco puede perderse de vista, que los hechos por los cuales estamos formulando acusación, constituyen, además, delitos de lesa humanidad, y como tales, no sólo afectaron los derechos de las personas particularmente afectadas, sino que, por haberse ejecutado en el marco de un plan estatal de represión ilegal, la lesión se extendió a toda la humanidad.

    Es, por otra parte, esta especial característica que exhiben los hechos por los cuales estamos formulado acusación, que en estos casos, además de la retribución por el mal causado, la pena tiene sentido de prevención general positiva pues, siguiendo a Hassemer, pretende especialmente la afirmación pública y el aseguramiento de normas fundamentales, en una sociedad regida por un derecho penal y un derecho procesal penal, orientados a valores como una necesaria última ratio de control social y afirmación normativa.

    Respecto de la extensión del daño causado por las acciones realizadas por los imputados, en cada uno de los tipos penales aplicables, el daño al bien jurídico protegido fue el máximo imaginable.

    En el caso del delito de asociación ilícita, es difícil imaginar una asociación destinada a cometer delitos que pueda lesionar más el orden público que una de las características de Cóndor. Una asociación formada por quienes detentaban ilegalmente el poder en nuestro país, junto con otras personas que se encontraban en idéntica situación en otros países, con el objetivo de que ni siquiera las fronteras nacionales resultaran un impedimento para la consecución de sus designios criminales. Una asociación criminal regional que, además, aumentó el poderío y el peligro de las estructuras locales.

    Qué decir señores jueces, respecto del delito de tormentos. Es difícil pensar que esta práctica, de por sí aberrante, pueda ser más lesiva de la libertad personal y la integridad física, que cuando es administrada de modo indiscriminado y sistemático, a personas ilegítimamente privadas de su libertad en un centro clandestino de detención, creado específicamente a tal fin.

    Finalmente, debemos referirnos al delito de privación ilegítima de la libertad. Para hacerlo, debemos preguntarnos ¿qué mayor daño se puede ocasionar a la libertad de una persona, que cuando esa persona es secuestrada clandestinamente por las fuerzas creadas por su propio Estado para protegerla? ¿Qué tanto más se puede dañar a la libertad que cuando el mismo Estado que la secuestró, niega, luego, tener conocimiento sobre su paradero? Señores jueces, ¿cuánto más daño puede causarse a la libertad, que cuando se la suprime de manera definitiva?

    Señores jueces: La gravedad de estos hechos es inconmensurable. Es que el daño persiste. El daño se sigue generando aún hoy, a todos los familiares y amigos que los buscaron incansablemente, sin recibir respuestas, y que los buscan aún hoy, sin siquiera saber en qué país pueden estar; a todo los niños que crecieron sin madre y sin padre, a las madres que continúan buscando a sus hijos, a las abuelas y abuelos que siguen buscando a sus nietos; a todos nosotros, que no podremos sentirnos realmente parte de una comunidad hasta que sepamos qué pasó con ellos.

    Es por estas razones que, como ya adelantamos, entendemos que debe aplicarse, respecto de todos los imputados, la pena máxima admitida en la escala penal que resulte de cada uno de los concursos de delitos por los cuales fueron acusados.

     

    [1] "Enrique Noguera Isler v. Nación Argentina", rta. 14/12/1965.

    [2] Núñez, Tratado de Derecho Penal, M.L.Ed.C, 1988, T II, pág. 507.

    [3] Zaffaroni, Tratado de Derecho Penal, T V, pág. 401; en idéntico sentido, Soler, Derecho Penal Argentino, T II, págs. 365/366; Núñez, Manual de Derecho Penal, “Parte General”, p. 317 y “Las Disposiciones Generales del Código Pena”, pág. 256; Jorge de la Rúa, Código Penal Argentino, Parte General, p. 1002 y ss.

    [4] Rodolfo Moreno (h) El Código Penal y sus antecedentes, Tomo 1, Buenos Aires, B.A Tommasi editor, 1922.Pp. 328,405 y 406.