Participación

A) Introducción

Señores jueces: Al inicio de esta audiencia explicamos los motivos por los que concluimos que Cóndor, uno de los ejes del juicio, debe ser considerada una asociación ilícita. Y demostramos cómo fueron probadas en el debate conductas que revelan, por parte de los jefes territoriales, su integración a esa asociación criminal y su consiguiente responsabilidad penal. Y recién dimos cuenta de cómo deben ser calificados los hechos que formaron la base del otro eje del juicio, ejecutados todos en el marco de un plan específicamente diseñado para ser ejecutado por un aparato organizado de poder.

Queda ahora expedirnos sobre si las conductas de los procesados fueron indiferentes a la ejecución de ese plan sistemático y de estos hechos o si, por el contrario, estuvieron dirigidos a su materialización. Y, en este caso, bajo qué forma o grado de responsabilidad, de acuerdo a los parámetros de los arts. 45 a 48 del Código Penal, se le atribuirán estos hechos. Llegado este punto, corresponde hacer una breve recapitulación.

Al principio de este alegato, explicamos que los hechos y las pruebas debían examinarse de manera conjunta. Esto es así porque ninguno de esos hechos se ejecutó de manera aislada. Por el contrario, se llevaron a cabo fuera de toda legalidad y bajo planes sistemáticos de terror, generados por los propios Estados, tendientes a secuestrar, vejar, torturar y asesinar personas.

En lo que respecta a la Argentina, la existencia del plan sistemático fue comprobada tanto por este Tribunal como por absolutamente todos los que desde 1984 hasta la fecha debieron juzgar, en todas las instancias, hechos similares. También comprobaron que el argumento fue, siempre, la implementación de la denominada “lucha contra la subversión”.

En este juicio se probó que todos los hechos descriptos fueron producto de esos planes criminales. Y se probó también que, más allá de sus respectivas funciones y contribuciones en la consumación de esos planes, los encausados estaban perfectamente al tanto de los padecimientos de las víctimas. Algunos, por el trato que mantenían con ellas en los CCD en los que estaban alojadas. Otros por medio del desarrollo de actividades de supervisión y/o de control de diverso tipo, entre las que debe incluirse la información que se les elevaba por la vía de comando.

En relación con los imputados, seguidamente mostraremos, en forma somera, las características personales de cada uno de ellos, sus antecedentes militares o en las fuerzas de seguridad y sus respectivos desempeños, al menos en los períodos consignados, en los diferentes eslabones que ostentaron dentro de las dos estructuras represivas que los integraron: la argentina y la uruguaya. En esas síntesis, daremos también cuenta de las respectivas posturas asumidas en este proceso.

Pero ahora queremos remarcar algo que se comprobó en este juicio y que, más allá de sus posturas individuales, parecen no discutir.

En este juicio se comprobó que tanto en la Argentina como en el resto de los países que integraron Cóndor, la denominada “lucha contra la subversión” fue una cuestión institucional de todas las Fuerzas Armadas y de Seguridad. El juicio confirmó la existencia, en cada uno de los países, de un plan integral, cuya implementación, en lo que aquí interesa, tanto en la Argentina como en Uruguay se hizo en función de la organización militar, por la vía de comando.

Además, la prueba reunida confirmó el pleno conocimiento que todos tenían de la existencia de sus respectivos planes integrales, del que sabían que formaban parte y al que con sus tareas diarias contribuían a concretar. De allí las referencias a órdenes dadas y a órdenes recibidas.

Y se verificó también que en función de sus respectivos planes, esas estructuras de poder, cuando lo consideraron necesario, coordinaron sus actividades bajo el marco aportado por Cóndor, luego del nacimiento de esta asociación criminal. Recordemos que esto se pretendía justificar bajo el argumento genérico de que era una lucha no convencional, contra un enemigo no convencional que pretendía subvertir valores tradicionales y que se ocultaba y se mimetizaba dentro de la población. Por eso, se decía que la principal arma con que se contaba para detectarlos y aislarlos era el factor “inteligencia”, esencialmente merced al desarrollo de diversas tareas de control poblacional y de apoyo a todo tipo de operaciones; y al inmediato interrogatorio bajo tormentos, luego de las detenciones.

Pero de comprobarse que fue una cuestión institucional, para la que las respectivas fuerzas fueron preparando a sus integrantes; que existieron planes integrales ejecutados por aparatos de poder de los que los imputados formaron parte; y si pueden verificarse aportes concretos a la ejecución de hechos criminales, debe extraerse otra conclusión: que existió empatía de todos los involucrados con ese tema institucional, es decir, la identificación mental y afectiva de sus respectivos pensamientos con esa planificación integral de exterminio. Esta coincidencia ideológica y disposición para colaborar con el plan, importó una predisposición inicial de cada uno de los imputados para la emisión, retransmisión y/o cumplimiento de las órdenes. En consecuencia, en este juicio se ha comprobado también la disposición de los imputados para ejecutar y/o retransmitir y acondicionar las órdenes recibidas y, así, contribuir con esos planes sistemáticos, decididamente criminales. Esto demuestra que los inculpados no eran forzados al cumplimiento de esas órdenes, simplemente porque ya tenían abierta predisposición para cumplirlas.

Esa visión institucional de las acciones que ejecutaban y esa predisposición para cumplirlas, hacen colisionar desde el vamos tales procederes con sus respectivas obligaciones institucionales, derivadas del libre ejercicio de la función pública que por entonces, excepto Cordero, en nuestro país todos los demás ejercían. Y afirmamos “libre ejercicio”, porque nada, ni nadie los obligó a seguir en sus puestos, salvo sus propios deseos de seguir perteneciendo a sus respectivas fuerzas y aniquilar al que consideraron enemigo.

Todos los imputados, como militares o como integrantes de una fuerza de seguridad, conocían sus obligaciones como funcionarios públicos. Justamente, éste fue uno de los argumentos básicos que empleó la defensa del Brigadier Graffigna en la causa 13/84, para intentar convencer de que nadie podía dar órdenes para ejecutar actos ilícitos, dado que nadie está obligado a cumplir algo que estuviese al margen de la ley. Expresamente dijo que, por parte de los subordinados: “nunca se recibieron órdenes que se apartaran de las leyes y directivas para la lucha contra la subversión, o que indujeran a apartarse de las mismas”, y agregó que tampoco se las hubieran dado porque “nadie está obligado a cumplir algo que está al margen de la ley, ni nadie va a recibir una orden de esa categoría”. Finalmente, sentenció que:

“suponer que podría haber dado una orden o intención a ese personal, de ejecutar actos ilícitos, sería hacerlos cómplices a ellos, o peor aún, responsables por haber callado y no haber denunciado esa presunta intención. Es decir, significaría que toda la Fuerza Aérea es responsable por ejecutar o tener conocimiento de órdenes ilícitas y no denunciar esa presunta intención de su comandante”.

Señores jueces: Todos los involucrados conocían perfectamente sus obligaciones.

 

B) Calidad de funcionario público

Así, el primer punto a destacar es que, excepto en el caso de Cordero, para las leyes argentinas absolutamente todos los imputados, durante al menos los períodos consignados, ostentaron la calidad de funcionarios públicos, dadas sus respectivas pertenencias a las Fuerzas Armadas (Ejército y Marina) y al SIDE. Además, en general los propios imputados manifestaron haber ejercido funciones públicas específicas, dirigidas a desbaratar un cierto tipo de actividades criminales; o al menos desempeñarse en una institución pública que tenía esa finalidad. Y hemos comprobado que esas funciones específicas las desarrollaron efectivamente en los diversos escalones del Ejército, la Marina y la SIDE. Es decir, todos los imputados tenían autoridad y funciones para hacer cumplir la ley; y tenían obligaciones por haber asumido esas funciones. Eran portadores, así, en el ejercicio de la administración pública, de un especial deber estatal de comportarse correctamente, deber que no podían infringir.

Ese deber de comportamiento especial no es, obviamente, el que afecta a todas las personas por el hecho de serlo, es decir, el deber genérico de respetar las normas, que incumbe a todos en igualdad de condiciones y que tiene por base el deber de no lesionar a los demás en sus bienes, como parte de las limitación de la libertad individual. Ese deber de comportamiento especial se refiere a deberes derivados de una competencia institucional, que otorga a una persona un estatus especial y le fija una determinada forma de comportarse.

Esa competencia institucional convierte a la persona en un obligado especial, que porta deberes estatales especiales, derivados de la función pública, que son la expresión de instituciones positivas, como la Administración Pública, las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Seguridad, que se generan en la sociedad para garantizar su funcionamiento. Estas instituciones estatales elementales se presentan, así, ante la colectividad, para cubrir las expectativas de las personas en la defensa de sus derechos a través del servicio que prestan los funcionarios que las integran, cuyo deber primordial es asegurar esa confianza. Así ocurre tanto en nuestro derecho como en el resto de los que integran la comunidad internacional.

Expresión del carácter evidente y elemental de estas instituciones estatales es, por ejemplo, el “Código de conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley”, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 34/169, de 17 de diciembre de 1979. El art. 1 de dicha resolución establece que:

“Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley cumplirán en todo momento los deberes que les impone la ley, sirviendo a su comunidad y protegiendo a todas las personas contra actos ilegales, en consonancia con el alto grado de responsabilidad exigido por su profesión”.

La Asamblea agrega que:

“a) La expresión "funcionarios encargados de hacer cumplir la ley incluye a todos los agentes de la ley, ya sean nombrados o elegidos, que ejercen funciones de policía, especialmente las facultades de arresto o detención.

b) En los países en que ejercen las funciones de policía autoridades militares, ya sean uniformadas o no, o fuerzas de seguridad del Estado, se considerará que la definición de funcionarios encargados de hacer cumplir la ley comprende a los funcionarios de esos servicios.

En su art. 2, puede leerse que: “En el desempeño de sus tareas, los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley respetarán y protegerán la dignidad humana y mantendrán y defenderán los derechos humanos de todas las personas”.

Por su parte, en el art. 5 se expresa que:

“Ningún funcionario encargado de hacer cumplir la ley podrá infligir, instigar o tolerar ningún acto de tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, ni invocar la orden de un superior o circunstancias especiales, como estado de guerra o amenaza de guerra, amenaza a la seguridad nacional, inestabilidad política interna, o cualquier otra emergencia pública, como justificación de la tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes”.

Refuerza además la expectativa ciudadana de confianza el art. 6: “Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley asegurarán la plena protección de la salud de las personas bajo su custodia y, en particular, tomarán medidas inmediatas para proporcionar atención médica cuando se precise”.

Y su art. 8:“Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley respetarán la ley y el presente Código. También harán cuanto esté a su alcance por impedir toda violación de ellos y por oponerse rigurosamente a tal violación”.

Yendo ahora a los ejemplos que pueden encontrarse en las previsiones meramente internas, las primeras a citar son las obligaciones previstas en el derogado Código de Procedimientos en Materia Penal que regía en esa época, relativas a la detención de personas in fraganti delito, de la participación inmediata de lo ocurrido a la autoridad judicial, de aprehensión de los partícipes y de conservación de rastros y elaboración de los sumarios (arts. 4 y 181 a 194). A estas obligaciones se agregan las que estaban reguladas por la denominada Ley Orgánica Policía Federal -Dec. 333/58, ratificado por ley 14.467-, que regía antes de las reformas de 1983, y preveía los deberes de quienes desarrollaban tareas de prevención e investigación de delitos y tareas de seguridad.

Resulta significativo que ya en su art. 1º se establecía que esas funciones las desarrollarían: “con las limitaciones que nacen de la Constitución de la Nación Argentina, leyes especiales, tratados ratificados por ley o convenios, y los principios del Derecho Internacional”.

Entre otras funciones y en lo que aquí interesa, sus obligaciones consistían en tareas de vigilancia general, la intervención en los hechos que requirieran la acción de la autoridad; y la utilización de la fuerza para impedir la comisión de actos punibles y la continuación de los delitos ya iniciados.

Sin perjuicio de que la reseña no se agota con lo expuesto, como expresión de lo afirmado finalizamos con la referencia al art. 128, que indica que “el "orden público" consiste, en general, en la conservación de la persona y de la propiedad, por la protección que la autoridad presta a todos los habitantes contra cualquier agresión que puedan experimentar.”

Otras fuerzas de seguridad tenían previsiones similares. Así, en la Ley Orgánica de la Prefectura Naval Argentina (versión ley 21.033, vigente a la fecha de estos hechos), se establecen las funciones de esta fuerza, por entonces dependiente del comandante en jefe de la Armada, de constituir el Servicio de Policía de Seguridad de la navegación y el Servicio de Policía de Seguridad y Judicial (art. 1º). Allí se destacaban, entre las funciones de seguridad, mantener el orden público y prevenir la comisión de delitos o contravenciones (art. 5º, inc. “C”, puntos 1, 3 y ss.); y entre las judiciales, bajo la dependencia de los jueces federales, las de instruir sumarios para la averiguación de delitos y descubrir y detener a los que hubieren participado (inc. “D”, puntos 1 y ss.), reconociéndose a sus integrantes “estado policial”, que sólo se perdía por la baja (arts. 12 a 14).

Por su parte, contenía previsiones similares la ley Orgánica de la Gendarmería Nacional (texto según ley 20.796), fuerza de seguridad militarizada que por su art. 1º dependía del comando en jefe del Ejército.

En cuanto al trato de las personas detenidas, la Ley Penitenciaria Nacional, vigente por entonces por la ratificación dada por la ley 14.467 al Dec. 412/58, dentro de los “Principios Básicos de Ejecución” disponía en su art. 3ª que:

 “La ejecución de las penas estará exenta de torturas o maltratos, así como de actos o procedimientos vejatorios o humillantes para la persona del condenado.

El personal penitenciario que ordene, realice o tolere tales excesos se hará pasible de las sanciones previstas en el Código Penal, sin perjuicio de las disciplinarias que correspondan”.

Y la Ley Orgánica del Servicio Penitenciario Federal, texto según ley 20.622, prevé entre las obligaciones la de “Observar para con las personas confiadas a su custodia y cuidado un trato firme, pero digno y respetuoso de los derechos humanos” (art. 35 inc. “d”).

Señores jueces: Se ha sostenido en esta audiencia que en 1975, las autoridades nacionales emitieron sucesivos decretos que crearon el Consejo de Seguridad Interna, ordenaron el aniquilamiento del llamado accionar subversivo en la provincia de Tucumán y luego extendieron la orden al resto del territorio nacional. Se dispuso así la actuación de las Fuerzas Armadas en dicha tarea por considerar que las fuerzas policiales y las de seguridad habían sido desbordadas. Y para hacerlo, se les transfirió competencias para esa función, así como el control operacional sobre el personal de la Policial Federal y provincial y el personal penitenciario, con miras a dar máxima eficacia a la política de “neutralización y/o aniquilamiento” de las organizaciones consideradas subversivas.

Vemos entonces que las autoridades nacionales decidieron acoplar a las Fuerzas Armadas a las tareas que ya estaban realizando fuerzas comunes de seguridad. Es decir, se les ordenó proseguir la realización de operaciones policiales, no bélicas, bajo el control y la contención de los poderes constitucionales, puesto que las personas que se detenían debían ser puestas a disposición de los jueces para la realización de los sumarios pertinentes; o del Poder Ejecutivo Nacional.

Si bien se ha acreditado que desde hacía ya bastante tiempo se estaba adiestrando a las Fuerzas Armadas en la represión interna, hemos advertido que un argumento común que ha sido utilizado y reproducido en este proceso –y repetido, como es de público y notorio, en todos los juicios de esta naturaleza- es que justamente debieron realizar labores y enfrentar situaciones distintas a las clásicas para las que habían sido preparados. Y esto fue así, por cuanto realizaron tareas de prevención, de seguridad, de persecución y de custodia que hasta poco antes sólo hacían las policías, los servicios penitenciarios y las demás fuerzas de seguridad, nacionales y provinciales.

Por ejemplo, y como parte de las reglamentaciones dictadas por el gobierno de facto, cabe mencionar ahora la llamada ley 21.313, en tanto había extendido por su art. 1º:

“la jurisdicción de los jueces nacionales, respecto de los procesados que se encuentren a su disposición, a todos los establecimientos carcelarios o penitenciarios o cualquier otro lugar habilitado para mantener detenidos, en caso de que fueren trasladados por razones de seguridad o por el Poder Ejecutivo en virtud del artículo 23 de la CN”.

Y para la investigación de ciertas conductas, la denominada ley 21.460 sobre “Delitos subversivos. Prevención sumarial”, disponía en su art. 2º que “tales delitos serán investigados por la Policía Federal, Policías Provinciales, Gendarmería Nacional, Prefectura Naval o Fuerzas Armadas”. A tales fines, el organismo interviniente debía designar un instructor, “sin perjuicio de la facultad de dicho Jefe que ejerce el control operacional sobre las fuerzas policiales y de seguridad, para efectuar tal designación”, según reza su art. 3º.

Era de aplicación para esos casos el Código Procesal en Materia Penal para la Justicia Nacional (art. 4º) y se facultaba al personal de las Fuerzas Armadas y de Seguridad -entre otras cosas- a detener personas in fraganti delito (art. 6º), disponiéndose que finalizada la prevención sumarial ésta se enviara directamente “al Comandante de Cuerpo Ejército o Institutos Militares o su equivalente en las otras Fuerzas Armadas, quien previo asesoramiento de su auditor, remitirá las actuaciones al Tribunal al que competa el juzgamiento de los hechos investigados.”

Resulta pertinente ahora mencionar que se autorizaba al instructor a interrogar al imputado “con arreglo a lo previsto en los arts. 241 y 242” del Código citado. Recordemos que esas facultades eran las otorgadas a los jueces, pero reparemos también que el art. 242 establecía que:

“Las preguntas serán siempre claras y precisas, sin que por ningún concepto puedan hacérsele de un modo capcioso o sugestivo.

Tampoco se podrá emplear con el procesado género alguno de coacción o amenazas, ni promesa.”

Y recordemos también que, tal como afirmara la Cámara Federal en la c. 13/84:

“Las víctimas eran presos en la terminología legal, toda vez que fueron aprehendidas y encerradas por funcionarios públicos.

La circunstancia de que esas detenciones no hubiesen sido llevadas a cabo de acuerdo con las prescripciones legales - lo que también es motivo de reproche- no cambia la categoría de "presos”.”

Más allá de estas disposiciones, que son sólo meros ejemplos de reglas que hasta el gobierno de facto dictaba, lo que aquí interesa es que en los hechos las Fuerzas Armadas asumieron esas tareas que habían sido delegadas, reiteramos, por las autoridades nacionales en 1975. Va de suyo que la asunción de esas funciones públicas, que se sumaron a las que ya tenían, implicó la asunción de los deberes propios de la función, que también se sumaron a los que ya tenían.

Pesaba entonces sobre los inculpados, como funcionarios públicos, como obligados especiales, como garantes en la concreta protección de bienes jurídicos ajenos, no solamente el mandato genérico negativo de no dañar los bienes de los demás –insisto, común a todos nosotros-; sino particularmente el mandato positivo, derivado de la Administración Pública, de favorecer y mantener seguros los bienes ubicados bajo su custodia, de protegerlos frente a cualquier amenaza, de mantenerlos apartados de cualquier rumbo dañoso.

El Derecho los había colocado en una posición especial de garantía, en una obligación de cuidado, de protección y de vigilancia de bienes jurídicos ajenos, que les ordenaba hacer todo lo que estuviera a su alcance para que no ocurrieran resultados lesivos.

Esto significa que los inculpados tenían la obligación de actuar positivamente para impedir la lesión de los bienes que custodiaban: es decir, como obligados especiales no les estaba permitida la inacción ante las amenazas de lesión, pues la mera inactividad importaba responsabilizarlos del resultado dañoso. Resulta evidente no sólo que no estaban facultados en absoluto a ordenar o ejecutar ellos mismos actividades criminales -como el común de los ciudadanos-, sino que también estaban impedidos de consentir, por acción u omisión, de las que tuvieren conocimiento: estaban obligados a impedirlas en cualquieras de sus fases de preparación y ejecución. Y los encausados conocían perfectamente sus obligaciones, como las conocían todos los funcionarios implicados o no en ese plan criminal. Y en el desempeño de esas tareas ilegítimas, tuvieron perfecta ocasión de advertir la manifiesta oposición de lo que hacían con lo que debían hacer.

En pocas palabras: estaban obligados a imposibilitar la comisión de delitos, y conocían esa obligación, por lo que ya la sola circunstancia de dejar que las cosas siguieran su curso, infringiendo sus deberes, fue una de las formas en que colaboraron para que se consumaran. En estos casos, en los que se está obligado a intervenir, omitir actuar es una de las formas de participar en la comisión del delito. Tanto es así que para parte de la doctrina –por ejemplo, Jakobs-, la infracción del deber especial por parte de cada interviniente lo coloca en calidad de autor, más allá del grado de aporte al hecho, por cuanto el injusto penal es la lesión del deber especial.

Pero eso no es todo. La obligación por parte de los imputados de garantizar la evitación de riesgos para la integridad física de las personas privadas de su libertad y de vigilar su resguardo, su cuidado, que se les dispensara el trato correspondiente evitando que sufrieran algún menoscabo en su salud, provenía también de las conductas precedentes: justamente, las que generaron sus aprehensiones.

Definida por los testigos expertos convocados -algunos incluso por mismas las defensas- a la labor de inteligencia como la principal arma para encarar lo que definieron como lucha contra la subversión, resulta evidente que quienes en los diversos niveles de la cadena de comando sistemáticamente ordenaban o practicaban por sí mismos tareas de seguridad y de inteligencia dentro de los territorios asignados; o que cotidiana y principalmente intervenían en funciones operativas, sabían que cada una de las tareas que realizaban tenía el propósito común de aniquilamiento del denominado enemigo.

Lo mismo pasaba con los últimos eslabones de la cadena, esto es, con quienes personal y sistemáticamente detenían personas para simples interrogatorios y que, eventualmente, debían trasladarlas rápidamente a un centro clandestino de detención.

Señores jueces: en el juicio escuchamos testimonios sobre las atrocidades que se cometían en esos lugares. No es necesario explicar que el acto que precedía al interrogatorio era la previa detención y traslado al centro clandestino, ni que quienes de cualquier forma intervenían en aquellas, lo hacían para que las personas fuesen interrogadas. Todos sabían que esto se hacía para que esas personas fueran interrogadas bajo tormentos y para obtener así esencial información, al punto que los mismos captores u otros grupos similares debían esperar para coordinar las actividades y, según el caso, salir también rápidamente para proceder a nuevas aprehensiones. En definitiva, en este juicio se probó que ninguna de las tareas era inocua.

Se comprobó también que la sistematización de esa labor de inteligencia consistía en el control del territorio y de la población; y en el secuestro de la mayor cantidad posible de personas, para someterlas inmediatamente a tormentos ilimitados, a fin de lograr información que posibilitara nuevas aprehensiones, y así hasta el infinito, asesinando luego a quienes ya no se los consideraba de utilidad. A partir de esta comprobación, resulta evidente que todos los que de cualquier modo intervenían en los diferentes niveles lo hacían de manera unida, con el mismo objetivo y con conocimiento de que eran parte de un actuar común, unívoco y de la que todo el aparato represivo formaba parte.

Resultaría sorprendente que se nos quiera hacer creer que quienes procedían habitualmente con esa finalidad en la formulación y retransmisión de órdenes, en el control del territorio y de la población, en el interrogatorio de personas, en la asignación de personal para ejecutar operaciones y en la prestación de todo tipo de apoyo para su ejecución, que incluye la liberación de las áreas, no supieran qué es lo que ocurría con las personas capturadas, bajo el pretexto de que su labor se limitaba sólo a una parte previa o finalizaba con la entrega de los aprehendidos en los denominados “Lugar de Reunión de Detenidos” (LRD). Sus responsabilidades seguían con el resguardo del individuo que se había detenido gracias a todo el conjunto de tareas complementarias que sistemáticamente se desarrollaban. Sus obligaciones, además de provenir de sus condiciones de funcionarios públicos, se derivaban de haber participado de alguna forma en el acto precedente de detención.

Consecuencia de lo expuesto es que, independientemente del marco teórico que se utilice, el hecho de que los imputados, en los casos que explicaremos, hayan incumplido sus deberes positivos de actuar durante los respectivos períodos en que cada uno de ellos contribuyó dentro del aparato de poder; importa de por sí la afirmación de que sus conductas en modo alguno fueron indiferentes para la concreción de los delitos de privación ilegítima de la libertad y tormentos traídos a debate, enmarcados en el plan sistemático criminal.

 

C) Dominio del hecho. Grados de participación

Señores jueces: La concreción de ese plan sistemático criminal no sólo fue concebida, ordenada, coordinada y ejecutada por funcionarios públicos sobre una población civil. Todo esto se hizo desde el propio Estado, en forma clandestina, mediante el empleo de un aparato organizado de poder.

Así, las Fuerzas Armadas utilizaron, como ya expusimos, el poder y la estructura militar con la que ya contaban, esto es, con sus propias instituciones orgánicamente verticales, pero adaptadas a ese plan sistemático de exterminio.

 

C.1. Descripción de contribuciones

Vimos cómo los máximos jefes de las FFAA emitieron directivas en función del plan sistemático de aniquilamiento y crearon una cadena de comando operacional, paralela a la administrativa, en función de esa misión específica.

Vimos cómo los jefes de zona realizaron entre ellos acuerdos jurisdiccionales y dictaron órdenes para retransmitir y adaptar esas directivas dentro de sus jurisdicciones, lo mismo que lo hicieron los siguientes eslabones de la cadena de comando territorial, esto es, los jefes de subzonas, áreas y subáreas.

Y vimos que esto fue así porque, como señalan las directivas, la prioridad de toda la fuerza era la ejecución de la misión de represión de lo que denominaban el “enemigo subversivo”, y toda unidad o subunidad, cualquier recurso de la fuerza que se encontrara dentro de una zona, subzona, área o subárea de defensa, respondía a esos efectos al comandante de ese territorio. En este sentido; y teniendo en cuenta las zonas establecidas como prioridad, ya explicamos también cómo en este juicio se probó que, entre otras cosas, mediante esas órdenes operativas dictadas por los jefes de zona y que retransmitían y adaptaban los jefes de sub-zona, incluso se redistribuían los recursos materiales y humanos a los fines de la lucha contra la subversión. De esa forma, por ejemplo, se dispusieron asignaciones temporarias de personal de una unidad a otra que y hasta la creación, dentro de las unidades en las que se asentaban las jefaturas de área y de subárea, de equipos especiales de combate.

Otro ejemplo es que también se dispuso que varios comandantes constituyeran una reserva -que también podía ser un equipo de combate o incluso una organización mayor- a disposición del comando de zona, subzona o área, para el caso de ser necesario su uso.

Resulta claro que la redistribución de recursos provenía de las concretas necesidades de cada espacio territorial, de acuerdo a la información obtenida. Como vimos, esta información provenía de vías diversas. Entre ellas, de la misma observación del territorio que realizaban los jefes territoriales más próximos, es decir los de área y subárea, información que por vía de comando retransmitían a los de subzona y de zona y a la comunidad informativa.

Al tratar la estructura represiva argentina, vimos que esas tareas y las demás que detallamos, estaban destinadas a la coordinación de la represión. Y que una de las principales manifestaciones operativas de esa coordinación, lograda a través de los Centros de Operaciones Tácticas, fue el mecanismo que todos conocemos como “zona o área liberada”, de singular importancia para garantizar la ejecución de las operaciones y para evitar posibles enfrentamientos entre las distintas fuerzas en un lugar y momento precisos. La liberación del área fue una de las actividades primordiales de las jefaturas militares territoriales, en particular de los jefes de área y sub-área; pero también, como vimos, de los comandos de subzona y zona. Esto se materializaba a través de la coordinación realizada por sus respectivos COT y COTCE.

Recordemos que, como dijimos antes, la misión general de cada responsable territorial era operar contra la llamada subversión en su jurisdicción; y que esa misión general se concretaba a través del control permanente y absoluto de la población inserta en ese territorio, a través de la ejecución de diverso tipo de operaciones de seguridad y militares, abiertas y encubiertas.

También dijimos que, materialmente, quien estaba en mejores condiciones para llevar a cabo el control poblacional era quien tenía a su cargo la menor porción de territorio, esto es, los jefes de área y subárea. De este modo, eran justamente estos jefes quienes, por ejercer ese control, tomarían conocimiento inmediato de la ocurrencia de operaciones en el territorio del que eran responsables, ya fuera a través de las investigaciones y patrullajes permanentes que realizaban, o por la denuncia de un vecino de manera directa o a través de la Comisaría del lugar, o por prevención policial.

Y también aclaramos que esta fue una función de enorme relevancia para la concreción de los delitos ejecutados dentro del marco de Cóndor, dado que garantizaba tanto la ejecución de las actividades de inteligencia que se realizaban en el terreno, cuanto de los operativos de secuestro, independientemente de quienes fueran los ejecutores directos de ellos.

Señores Jueces: al inicio de esta jornada, sintetizamos éstos y los demás conceptos descriptos semanas atrás, donde demostramos cómo se había probado la realización de determinadas conductas, adicionales a las recién citadas, por parte de todos los jefes territoriales en sus diferentes niveles de zona, subzona, área y subárea. Damos aquí por reproducido todo lo dicho en esta misma jornada y en cada una de las anteriores.

Todas esas conductas, contribuyeron a la materialización de los hechos que afectaron a las víctimas directas de este juicio y a la ejecución del plan criminal nacional, conforme la coordinación y la división de funciones diseñadas. La específica relevancia de estas conductas fue reconocida, como vimos, por la Sala IV de la CFCP en las causas denominadas Olivera Róvere y Jefes de Áreas. Sus conclusiones, que por el objeto de ese juicio se centraron en las responsabilidades de las jefaturas de subzona y de áreas, son obviamente aplicables a los otros eslabones de la cadena de mando territorial y, consecuentemente, a todos los imputados de este juicio en los que comprobamos el ejercicio de una jefatura territorial. Aquí sólo sintetizaremos algunas, pues de manera amplia ya las citamos al describir en detalle la estructura represiva argentina.

En lo que respecta a la liberación del área, la sentencia concluyó lo siguiente:

“Probada, entonces, la liberación del área por los jefes de Área, la imputación se asienta en el aseguramiento de la comisión de los procedimientos delictivos sin interferencia policial –ante la contingencia de que pudiera ser reclamada para intervenir– o, eventualmente, contar con su colaboración, en sus respectivas jurisdicciones”.

En esa sentencia, la Cámara de Casación también meritó cómo se había acreditado la responsabilidad de los jefes territoriales en otras conductas, desarrolladas incluso luego de los operativos específicos. Nos referimos, entre otras, al ingreso a la morgue judicial, por parte de las áreas militares, de cadáveres de víctimas de delitos de lesa humanidad; a la entrega de objetos de las víctimas o de sus hijos menores, etc. Así, sostuvo que:

“Los jefes de Área realizaron otros aportes a los hechos investigados, además de la liberación del área. Esos aportes derivaron de la actuación de las Áreas militares con posterioridad a la ejecución de algunos de los delitos imputados. Esa actuación… sí puede ser tenida en cuenta a los efectos de analizar la responsabilidad penal de los jefes de Área. Es que si bien es cierto que la actuación posterior a un hecho no forma parte de la ejecución de ese hecho en particular, la reiteración de la actuación posterior en beneficio de la ejecución del delito puede tener efectos en la consumación de los delitos siguientes.

Esto es, quienes ejecutaban de propia mano los delitos, o quienes emitían la orden de ejecutar el delito, contaban con que las Áreas llevarían a cabo ciertas conductas con posterioridad a la ejecución del delito...”.

Sobre estas conductas, la sentencia también concluyó que:

“la Subzona Capital Federal daba órdenes al área para que ésta las ejecutara con sus propios efectivos y con la coordinación de la seccional policial correspondiente.”

“de lo expuesto se derivaba que quien daba órdenes a las comisarías, como así también a las áreas, era el comando de la subzona, lo que en mi entender (afirma la sentencia) no desvirtúa de manera alguna la participación del área”.

Señores jueces: como ya mencionamos, en este juicio varios de los acusados, en diversas instancias del ejercicio de sus defensas, incluso reconocieron la realización de algunas de estas actividades, calificándolas como “legales”. Como puede advertirse a partir de lo expuesto, esta pretendida legalidad no era tal, porque como vimos todas estas operaciones, que partieron de órdenes ilegales implementadas dentro del plan sistemático criminal, contribuyeron al objetivo común de aniquilar a parte de la población civil y a obtener la impunidad de los autores de esos hechos.

Como vimos, incluso un patrullaje abierto o un operativo de cerrojo, que nos fue presentado por los acusados como una operación inocua, de mera prevención o intimidación pública, formaba parte de la división funcional tendiente a la mancomunada implementación y ejecución de ese plan común. Incluso, en muchos casos dio lugar a una detención que, en general, a su vez dio lugar a su vez a un interrogatorio bajo tormentos -dado que esta era la modalidad de los interrogatorios-, además de a otras “detenciones”, al mismo tiempo que produjo el mantenimiento en cautiverio de esa persona en condiciones inhumanas; e incluso su posterior desaparición.

Todas las tareas que tuvieron asignadas, las desarrollaron de manera sistemática. El sistema represivo fue pensado y diseñado para permitir la interacción dinámica y constante de todos sus operadores, de modo tal de poder sacar el mayor provecho a cada información obtenida. Y para eso, cada cual tenía una o varias funciones predeterminadas, que constituían un aporte coordinado y necesario para el éxito de la misión. Como destacó la Cámara Federal en su sentencia en la Causa 44, esa sistematicidad indicaba el pleno conocimiento que se tenía sobre todo el circuito represivo, de lo que le ocurriría al aprehendido y de la manifiesta ilegalidad de ese accionar.

Nuevamente, debemos recordar que no estamos hablando de hechos aislados, sino que nos estamos refiriendo a la ejecución coordinada de un plan sistemático de represión, en la que todos los jefes tuvieron una función necesaria.

Todos los jefes territoriales, entre ellos los de área y de subárea, conocían esos hechos. Como también destacara la Cámara de Casación en el precedente antes citado:

“la estructura de funcionamiento de la llamada “Lucha contra la Subversión” estaba detalladamente organizada y las funciones de los distintos eslabones perfectamente determinadas. La normativa anteriormente citada da cuenta del conocimiento de los jefes de área de la existencia de actividades ofensivas en el marco de la represión ilegal desplegada. Además, conocían el momento y lugar en que esas actividades ofensivas se desplegarían dentro de su jurisdicción, desde que las tareas de control que ejercían sobre sus respectivas jurisdicciones implicaban que debieran dar la orden de liberar el área”.

Y la sentencia continuó argumentando:

“La gran cantidad de secuestros ocurridos en los ámbitos geográficos liberados dan cuenta de que no se trató de casos aislados, sino de hechos generalizados y sistemáticos. De ello, de la propia actividad de control asignada y de los comportamientos indicados… puede afirmarse que los jefes de Área no pudieron estar en desconocimiento de los hechos que ocurrían bajo su dominio territorial. La afirmación contraria se derrumba por irrazonable”.

En definitiva y sobre la base de todas las consideraciones que expuso, la Cámara de Casación resaltó la importancia de determinar, en ciertos casos, si las privaciones ilegítimas de la libertad se produjeron dentro de la jurisdicción del área militar involucrada, ello a los efectos de atribuir responsabilidad a un jefe de área sobre esos hechos. Para la Cámara de Casación basta con la corroboración de que los secuestros se produjeron dentro del ámbito territorial a su cargo. Es por eso que esa sentencia concluyó:

“Mediante la emanación de las órdenes de liberación de las áreas de las que estaban a cargo y de la ejecución de los aportes señalados, los jefes de Área co-dominaron los hechos a través de un dominio funcional de los acontecimientos en virtud de una división de tareas previamente establecida”.

C.1.2. Centros Clandestinos de Detención

Estas tareas, que implicaban entre otras cosas el aseguramiento y control de un área determinada, tuvieron también incidencia en los CCD insertos en ese espacio territorial.

Concordantemente con las funciones que demostramos que estaban a cargo de las jefaturas de área y subárea; en este juicio se probó que, en la medida en que esos jefes territoriales tenían a cargo, por un lado, el control de la población emplazada en ellos a través de la ejecución de todo tipo de operaciones; y por el otro, que debían garantizar la ejecución de operaciones por parte de grupos que no pertenecían a esas jefaturas, ello necesariamente incluyó también garantizar ciertas condiciones de funcionamiento de los centros clandestinos ubicados en sus jurisdicciones. Nos referimos a las condiciones de seguridad general de esos centros: de ingreso y egreso de las fuerzas a esos lugares; de ingreso, egreso y traslados, en general, de prisioneros; así como también la disposición permanente a brindar apoyo en los casos que fuera necesario, frente a posibles ataques y fugas. Recordemos que, como demostramos, esas jefaturas realizaban, en el marco las actividades de control poblacional que tenían a cargo, patrullajes abiertos y encubiertos, cerrojos, controles de ruta, control de documentación, etc.

Acreditado esto, no parece razonable pensar que automóviles no identificados, en los que iban personas fuertemente armadas, normalmente vestidas de civil, que llevaban en su interior a personas maniatadas y encapuchadas o vendadas, pudieran circular y entrar y salir de un edificio, sin ser detenidos y sin riesgo de que se produjeran enfrentamientos.

Como ya fundamos, en sí mismo, cada centro clandestino de detención y el territorio circundante, era de por sí un área liberada. En este sentido y también en el marco de su función de control poblacional, vimos que los jefes de área y subárea recibían directamente -o se les derivaban o comunicaban desde las comisarías- las denuncias de vecinos que podían tener vinculación con hechos que se catalogaban como “subversivos”.

Si tenemos en cuenta que la prueba relativa a esos centros clandestinos de detención demuestra que, en muchos casos, los vecinos del lugar notaban que allí ocurría algo -ya fuera porque escuchaban gritos de dolor, entradas y salidas de vehículos, personas armadas, y movimientos y ruidos llamativos a altas horas de la noche-, también parece necesario que las comisarías -y consecuentemente las jefaturas militares jurisdiccionales- hayan tomado conocimiento de denuncias en este sentido. Eso evidencia, en tanto esos centros continuaron funcionando sin dificultad, que ello estaba necesariamente concertado con los jefes de área y subárea.

Señores jueces: Para que estas cosas ocurrieran del modo sistemático en el que ocurrieron, en un espacio geográfico limitado, que estaba sometido a un control estricto y permanente de las unidades militares correspondientes; y de las policías que estaban bajo su control operacional, necesariamente tuvo que haber sido coordinado con las respectivas jefaturas.

Por otra parte, demostramos también que esos jefes, a través de los COT, tenían sus tropas -o al menos parte de ellas- a disposición del apoyo que se pudiera requerir en el marco de un operativo que tuviera lugar en ese territorio, o incluso para el caso de que se produjera una persecución que al menos en parte transcurriera por allí. Justamente, en este juicio verificamos cómo, ante la fuga de un prisionero del Centro Clandestino de Detención ubicado a pocos metros, personal dependiente del Batallón de Ingenieros de Construcción 181, sede de la jefatura de área 521, salió a buscarlo con el objeto de lograr su captura.

Las tareas de estos jefes territoriales garantizaron también, entonces, el libre y seguro funcionamiento de los Centros Clandestinos de Detención

Señores jueces: en este alegato también describimos y detallamos otras actividades de los jefes territoriales. Nos referimos ahora a las específicas contribuciones que de manera coordinada y desde un escalón más alto realizaron los jefes de zona y de subzona.

Por su extensión y para no dilatar más este extenso alegato, damos aquí por reproducido todo lo expuesto al tratar la estructura represiva argentina. Solo queremos sintetizar unas pocas de las conclusiones entonces expuestas, que también fueron observadas por la Cámara Federal de Casación Penal.

Los jefes de zona y de subzona no sólo eran los máximos responsables de las cadenas territoriales de mando y quienes redistribuían las directivas de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Tenían absoluto control y determinación respecto de lo que sucedía en cada uno de sus territorios en lo atinente a la llamada “lucha contra la subversión”. Eran los máximos responsables de las operaciones militares y de seguridad que se ejecutaban en la jurisdicción a su cargo.

En cumplimiento de esa responsabilidad, entre otras cosas se ocupaban de conducir operaciones con elementos propios y realizar las maniobras de coordinación necesarias para que las operaciones se desarrollaran de manera exitosa, incluso en las subzonas vecinas y en las realizadas por elementos ajenos dentro de su territorio.

Al habérseles confiado tan alta responsabilidad a los fines de dar cumplimiento del plan, poseían conocimiento respecto de las acciones encubiertas realizadas en el marco de ese plan, cuya concreción garantizaban con sus actividades, todas las cuales ya describimos. Entre ellas, insisto, la ejecución de operativos de secuestros y aniquilamiento concretos; la coordinación de la información y de las operaciones militares de extrema violencia por medio de la creación de los COT y los COTCE; la provisión de medios materiales, humanos y logísticos en general; su redistribución de acuerdo a las necesidades particulares; la coordinación de las áreas liberadas, que tenía como dos de sus fines –cuanto menos–, el de garantizar la ejecución de los operativos y el de evitar enfrentamientos entre las propias fuerzas represivas; y la decisión sobre el destino de los prisioneros.

Estas fueron algunas de las razones que llevaron a la CFCP a sostener, en la causa Olivera Róvere, su responsabilidad como jefe de subzona de la siguiente manera:

“Desde esa óptica, la orden de secuestrar a un individuo, ejecutada eventualmente por miembros de una fuerza coparticipante del plan criminal, a partir de la información con la que contaba la comunidad informativa del sistema represivo antisubversivo y llevada a cabo en el territorio que había sido específicamente puesto bajo dominio de Olivera Róvere con la finalidad de que se concretara el iter criminis de los hechos delictivos; son elementos que no permiten abandonar razonablemente el escenario de un co-dominio de los hechos entre quienes invadían la zona de modo programado y organizado, y el propio Olivera Róvere; quien pacíficamente, en todos los casos, cuanto menos soportó esa invasión, la garantizó, la viabilizó y la protegió de ataques de cualquier naturaleza.”

Así, en definitiva, en este juicio se probó que los estamentos superiores e intermedios delinearon el plan de eliminación de personas, cuyos parámetros generales especificaron; diseñaron el marco en que el plan y las acciones concretas se ejecutarían; trasmitieron órdenes generales y específicas de ejecución a los mandos inferiores y supervisaron su cumplimiento; proporcionando además los medios humanos y materiales necesarios para el cumplimiento de las órdenes impartidas; y brindaron un marco de absoluta clandestinidad e impunidad.

Y también se otorgó a los cuadros intermedios e inferiores, en razón de que debían actuar casi de forma inmediata, gran discrecionalidad y una muy amplia libertad de acción para determinar qué procedimientos correspondían en cada momento, de acuerdo a la información de inteligencia obtenida por múltiples vías, entre las que se encontraban las tareas de control poblacional. También para decidir concretamente a qué persona se secuestraba, se la sometía a condiciones inhumanas de vida en un cautiverio clandestino y se la interrogaba bajo específicos mecanismos de tortura. Esa discrecionalidad incluía decidir sobre el futuro de cada una de las víctimas, bajo la supervisión de la cadena de mando.

C.2. Atribución dogmática

Señores jueces: Hace instantes, al citar un precedente jurisprudencial, realizamos una mención dogmática: co-dominio del hecho. Como vimos, los hechos fueron planeados y ejecutados por una estructura militar: creemos que cuando se dice que las reglas de participación de los códigos penales no alcanzan para comprender en toda su dimensión este tipo de sucesos sistemáticos, se incurre en un error. Nuestro Código Penal abarca perfectamente estos hechos. Lo que puede no bastar es la visión a la que todos estamos acostumbrados.

C.2.1. Visión básica

Una rápida lectura de la parte especial de nuestro código nos indicará que la inmensa mayoría de los tipos penales están redactados no sólo pensando en un autor directo, es decir, de propia mano sino, también, en un autor único: “Se aplicará reclusión o prisión […] al que matare a otro”, reza el art. 79. La primera hipótesis que el legislador plantea, la más básica, es que una sola persona cometa de propia mano un único delito. Recién como extensión aparecen las reglas de coautoría y participación criminal en la parte general del código. Esto es así por cuanto el legislador también prevé la posibilidad de que el autor, como en cualquier otra actividad humana, comparta esa tarea con otros, se valga de otros o sea auxiliado o determinado por otros.

El legislador decide, entonces, qué pena corresponde aplicar a cada uno y, si llega a ser divisible, el grado de contribución podrá ser meritado por el juez para individualizarla en cada uno de los intervinientes. Y también en la parte general se determina cómo deberá procederse cuando el delito no sea uno, sino varios.

Ese pensamiento primario, de una persona y un delito, es al que estamos todos acostumbrados. En el homicidio tipificado en el art. 79, con la frase “el que matare a otro”, se prevé la hipótesis básica: una persona mata a otra. Obviamente, no queremos decir con esto que no veamos a diario el juzgamiento de varias personas por haber participado en los mismos hechos. Lo que queremos marcar es cuál es nuestra visión básica y cuál fue la del legislador.

Pero no es así como están pensados los ejércitos.

 

C.2.2. Ejércitos

Señores jueces: la finalidad básica de los ejércitos es dar batalla a otros ejércitos. Las personas que componen cada uno de las milicias desplegadas en la batalla son indiferentes, tanto de un lado como del otro. Puede que ni siquiera llegue a tener particular importancia la batalla en sí, porque lo que interesa es ganar la guerra, que puede consistir en una sucesión de batallas. Así como las muertes, llamadas bajas, se meritan en función del conjunto de las fuerzas de la contienda (“tuvimos pocas bajas, el batallón está intacto”; “perdimos solamente un batallón, nuestras fuerzas están intactas”), las acciones no se aprecian en forma individual, sino también en forma conjunta (“el batallón alcanzó la colina”). Incluso vimos que a las personas se los llama elementos, y los elementos pueden ser cambiados por otros elementos y hasta modificarse su organización y sus funciones en pos del objetivo: como los propios reglamentos lo establecen, no existirán reglas rígidas para la organización y empleo de los medios.

En el campo militar, las actuaciones no son individualmente consideradas, pues pierden trascendencia en sí mismas. Importan, desde el punto de vista de la maquinaria, como uno de los engranajes que le permiten funcionar. En el campo militar, la persona que actúa es el ejército; y actúa contra otra persona, que es otro ejército. Todas las funciones que dividen entre sus integrantes son complementarias para el logro de la finalidad común.

Recordemos por ejemplo las respuestas brindadas por Auel en la audiencia, cuando le preguntamos por la importancia que tenía la función del área logística: era tan importante como las de inteligencia y la operacional. Lo mismo cuando se pronunció sobre la necesidad de un comando único. Y recordemos también su sorpresa ante esas preguntas y la manera en que las contestó: para él, eran respuestas evidentes.

Esto, que puede pasar desapercibido para quienes, como nosotros, estamos acostumbrados a otra visión, es algo notorio para los militares. Para los militares es lo más natural del mundo: ellos siempre actúan unidos bajo una sola dirección y contra un mismo objetivo, coordinando y dividendo las funciones, siendo absolutamente todas necesarias para el logro de ese objetivo. Cualquiera sea el área y la función que desplieguen, todos contribuyen a la estructura: logística, operaciones e inteligencia se complementan; y ninguna puede hacer nada sin la otra. Para los militares, entonces, la regla es actuar en equipo pues, según se ha dicho, los profesionales de la guerra actúan así.

Y a esto se suman las técnicas empleadas para la denominada guerra contrainsurgente, corroboradas por todos los testigos expertos -incluso los de las defensas-, todos los reglamentos y toda la doctrina que ya citamos: todas las actividades desplegadas por los jefes territoriales y por sus subordinados fueron meras divisiones funcionales tendientes a ejecutar el plan sistemático represivo en la denominada “lucha contra la subversión”. Todas las funciones son necesarias.

Contribuir con la estructura, entonces, es participar de cada uno de los hechos realizados por la estructura. Tal circunstancia estuvo prevista por el legislador: corresponde aplicarles la pena prevista para el autor a los que tomaron parte en la ejecución de los hechos, a los que determinaron directamente a otros a cometerlos y a los que prestaron un auxilio o cooperación sin los cuales los hechos no habrían podido cometerse. Cualquiera que sea el marco teórico que utilicemos, es decir, más allá de que alguno pueda ser visto como autor, autor mediato, coautor, instigador o partícipe necesario, la pena que se le impondrá es la que prevé cada delito para los autores.

 

C.2.3. Contexto de un aparato de poder

Es en ese contexto de planeamiento integral y de utilización de la estructura militar en el que corresponde analizar la participación de los imputados en los hechos, delitos que son inimaginables como hecho individual.

Así, hemos comprobado que todos los hechos se cometieron a través de la utilización de la estructura militar, dentro del marco diseñado y siguiendo las órdenes impartidas por los mandos altos e intermedios, transmitidas por quienes se desempeñaron en la respectiva cadena de comando y, en general, materialmente ejecutadas por quienes contaban con menos jerarquía dentro del escalafón militar. Ya mencionamos que los que estuvieron en la parte inferior del escalafón, para ejecutarlos dividieron sus funciones dentro de esa estructura; y también sostuvimos que actuaron como piezas de una maquinaria en la que realmente no importan sus componentes, pues lo que importa es que se cumplan los objetivos ordenados por la conducción.

Vemos entonces que la visión que debemos dar a estos hechos y a las diversas conductas desplegadas para ejecutarlos no es la que acostumbramos para los hechos usuales y comunes y para las contribuciones usuales y comunes.

Como mero ejemplo, volvamos al área logística: si para cometer un homicidio concreto, alguien me facilita el arma, esa contribución esencial al hecho que yo voy a cometer, importa una participación necesaria y no una coautoría, simplemente porque es accidental y porque, si bien es imprescindible para que yo cometa el hecho, no domina mi hecho. Incluso desde el punto de vista subjetivo, quien colabora de esta forma sabe que participa en un hecho ajeno.

En cambio, en el campo militar, los encargados del área de logística son los que proveen las armas y la infraestructura necesaria para hacer inteligencia y para operar, pero no lo hacen de manera accidental sino bajo una institucional división funcional, en la que todos contribuyen para completar la misión: Saben que son parte de una estructura, contribuyen con su parte a la estructura y son plenamente conscientes de que el hecho es de todos.

Lo mismo ocurre con quienes determinan a otros a cometer delitos y los auxilian previamente en esas tareas: en el ejemplo anterior, quien me convence para matar a otro y me prepara el terreno para que yo lo mate, asumirá, según el caso, los roles de instigador o de partícipe. En el campo militar, resultaría extraño y manifiestamente errado sostener que el general que ordena el asalto y provee los medios necesarios para la tarea, deba ser considerado un instigador o un partícipe necesario.

Para el caso, Bacigalupo[1] justamente señala que los crímenes de Estado se caracterizan por la participación de sujetos activos que idean el plan y ordenan su ejecución; y otros sujetos activos que lo ejecutan. De esa realidad se abre la cuestión de cómo deben ser considerados los que, sin tomar parte en la ejecución, participan en el hecho elaborando el plan y dando las órdenes para su realización, por cuanto no cabe duda de que quienes dan las órdenes desde su mesa de trabajo y quienes las ejecutan en un campo de exterminio o en otro lugar semejante, deben ser punibles por los delitos cometidos, sosteniendo además que ambos son igualmente reprochables. A su entender, solamente cabrían dos posibilidades: considerarlos autores mediatos o considerarlos coautores.

Partimos de la base, así, de la responsabilidad plena de todos los intervinientes: es responsable el que da la orden y es responsable el que la ejecuta. Son dos niveles de análisis que deben hacerse en esta audiencia, dada la diversa posición que cada uno de los imputados tuvo en la estructura del aparato de poder y en atención al diverso tipo de contribución que cada uno desplegó en los hechos probados.

Además, resulta claro que los autores mediatos, los inmediatos y los partícipes pueden converger en la ejecución de un hecho. Consecuentemente, las responsabilidades deberán examinarse desde los dos planos: desde el punto de vista de la coautoría funcional y desde el punto de vista de la autoría mediata. Esto es así por cuanto, más allá de que entendemos que sea cual fuere el marco teórico que se utilice la pena que en definitiva se imponga a cada uno de los imputados será la misma -la del autor-, entendemos que ambos planos deben ser aplicados. Es más, esta fue la postura que asumimos en el anterior juicio de ESMA, que asumió el Ministerio Público Fiscal en el anterior juicio de “Automotores Orletti” y que resolvió este mismo Tribunal en ese juicio.

 

C.2.4. Coautoría funcional

Partiendo del dominio del hecho y sin entrar en excesivas reiteraciones doctrinarias ni disquisiciones dogmáticas –aspectos en los que ya se han extendido suficientemente tanto las querellas que nos precedieron como éste y otros tribunales en los numerosos precedentes citados-, sabemos que para los coautores funcionales deben darse los mismos requisitos que exigimos para el autor. En principio, así como en los delitos de dominio el autor es quien “domina el hecho”, consecuentemente serán coautores quienes “co-dominen el hecho”, puesto que el concepto de coautor está implícito en el de autor y se deriva inequívocamente, como vimos, del art. 45 del Código Penal.

Ya mencionamos que las zonas, las subzonas, las áreas y las subáreas, tenían una división territorial y funcional en la que fragmentaban y coordinaban las tareas, bajo una dirección y con un objetivo común. Lo mismo ocurría en cada unidad, en cada grupo operativo y en cada centro clandestino de detención.

Justamente, la coautoría funcional se presenta en los casos en que es posible la división de trabajo, cuando los intervinientes se distribuyeron los aportes necesarios para la consumación en función de un plan. En la coautoría funcional, cada coautor se ha reservado un dominio funcional, pues el aporte de cada uno es imprescindible para que el delito pueda cometerse del modo previsto, con lo que en esta modalidad cada coautor no realiza todo el hecho punible, sino sólo una parte de éste. En este punto, por ejemplo, Roxin señala que coautor es “todo interviniente cuya aportación en la fase ejecutiva representa un requisito indispensable para la realización del resultado pretendido, esto es, aquél con cuyo comportamiento funcional se sostiene o se viene abajo lo emprendido”, y agrega que “y mucho menos se requiere que ponga “manos a la obra” en sentido externo o ni siquiera que esté presente en el lugar del hecho”[2].

También Stratenwerth[3] señala que en la coautoría “el coautor individual no tiene él solo el dominio del hecho, dado que lo comparte con otros”, agregando que “ninguno de los partícipes ejerce la totalidad del dominio sobre el hecho. El dominio del hecho, se encuentra en manos de un sujeto ‘colectivo’; el coautor individual participa únicamente como miembro de este sujeto colectivo.”

Y Stratenwerth señala que básicamente se requieren dos presupuestos para la coautoría: la decisión común y la realización en común de esa decisión común, es decir, que debe producirse una división del trabajo. La decisión común fundamenta y limita la unidad de la coautoría; es el plan acordado, conocido y aceptado por todos. Como cada coautor domina solamente una parte del suceso, la decisión común es “la que determina la conexión de las partes del hecho llevadas a cabo por distintas personas […], [y] permite imputar a cada uno de los partícipes la parte de los otros”. Cada coautor sería “co-portador de la decisión común al hecho”[4].

Al hablar de decisión común y de conexión entre las partes, decimos que existió una realización en común bajo una división de trabajo: cada coautor tiene que realizar una contribución objetiva y efectiva al hecho en común. Es indiferente que esos aportes sean simultáneos o sucesivos. Incluso, es indiferente que sean materiales o, según el caso, psicológicos: lo que debe establecerse es la naturaleza del aporte al hecho, debe determinarse si el que lo presta ha tenido parte del dominio del hecho.

Debe existir, así un co-dominio del hecho: cada uno de los autores tiene un dominio compartido ya que tiene el poder de decisión sobre la parte del hecho que ha tomado a su cargo.

Este será así un dominio funcional al hecho que “corresponderá a un partícipe cuando su aporte –según el plan total- ‘constituye un presupuesto que tiene lugar durante la ejecución y sin el cual el resultado perseguido no hubiera podido alcanzarse’, o sea, cuando de esta manera ‘la empresa total se pone en marcha o se detiene’”[5].

Sin dudas, esta definición permitirá orientarnos para decidir los casos que se vayan presentando, muchos de los cuales pueden parecer dudosos o mostrar contornos quizás difusos. Así, resulta claro que cualquier aporte de estas características desarrollado durante la ejecución otorgará la calidad de coautor a quien lo realice.

Pero a nuestro modo de ver, lo importante para determinar la coautoría funcional no es el momento en que se desarrolla el aporte para la ejecución, sino el modo en que ese aporte produce sus efectos en la ejecución: es el plan común el que da sentido al comportamiento de cada uno de los partícipes durante la ejecución de los hechos, conforme los roles individuales ya decididos; y es el plan común lo que determina el dominio del hecho por parte de cada uno de los intervinientes. Por ejemplo: por parte de los choferes que durante el robo esperan fuera de un banco para tranquilizar a sus cómplices y garantizarles un pronto aviso y una rápida fuga en caso de que se presente la policía; por parte de los que tranquilizan con su control o falta de control, justamente, que no se presente la policía, lo cual remite al concepto de “área liberada”; y por parte de los organizadores que no concurren al lugar pero que, sin embargo lo dominan por medio de órdenes, emisarios, comunicaciones radiales o telefónicas, etc.

Tal como se comprobó en este juicio, y como venimos sosteniendo a lo largo de este alegato y, específicamente, como mencionaremos al tratar la intervención de cada imputado en particular, cada una de las jefaturas territoriales, de los organismos de inteligencia y de los demás grupos operativos era parte del plan represivo. Cada uno estaba estratégica, militar, funcional y coordinadamente organizado para contribuir con ese plan represivo, integrando y dependiendo de un mismo aparato de poder.

Como ocurre con cualquier militar, los imputados a los que dirigiremos acusación estaban divididos funcionalmente en áreas específicas y absolutamente coordinadas para lograr la concreción de sus misiones, decididas por la cadena de comando. No solamente existía coordinación permanente entre esas áreas, sino que por las características de ese plan represivo existía una combinación inexorable entre ellas.

Señores jueces: Los que tuvieron a su cargo espacios territoriales; los que controlaron a la población; los que liberaron áreas y prestaron diverso apoyo logístico; los que realizaron tareas de inteligencia y/o retransmitieron y coordinaron la información; los que realizaron acciones psicológicas; los que ordenaron o personalmente ejecutaron operaciones concretas; los que proveyeron los medios para realizarlas; los que interrogaron, los que secuestraron, los que torturaron y los que custodiaron a los prisioneros; en suma, todos los que realizaron algunas de las diversas actividades que hemos sintetizado, estaban funcionalmente organizados, conocían el plan represivo que compartían y con el cual estaban identificados, conocían la función que tenían asignada en ese plan represivo, conocían qué es lo que hacían para contribuir cada uno de ellos a ese plan común y sabían que cada una de las tareas que realizaban era imprescindible para el funcionamiento de la estructura.

Sabían, como ya vimos, de los deberes que tenían como funcionarios públicos. Sabían que se controlaba el territorio para aislar y descubrir al enemigo oculto, para buscar y retransmitir información que pudiera ser relevante y para dar seguridad y garantizar el accionar de otros grupos de la misma fuerza o de otras. Sabían, desde el mismo momento en que se procesaba la información y se ordenaba y armaba el operativo, que se secuestraba para interrogar, torturar y matar. Y sabían de la discrecionalidad que el plan represivo había dejado a los niveles inferiores para la ejecución material del plan.

Tanto otorgar como asumir la discrecionalidad otorgada son decisiones que también implican responsabilidad. Esa discrecionalidad incluía decidir sobre el futuro de cada una de las víctimas, pero de una forma negativa: como el destino común era la eliminación física de las personas, se elegía quiénes no iban a morir.

Claro ejemplo es lo ocurrido con los prisioneros de Orletti: algunos fueron ilegalmente trasladados a Uruguay, muchos de los cuales sobrevivieron. Otros fueron ejecutados y arrojados al río dentro de tanques. De otros ni siquiera pudieron hallarse sus restos. La misma elección se hizo con los niños: algunos fueron entregados a sus familiares, mientras que otros, como hizo Furci con Mariana Zaffaroni, fueron apropiados por los mismos represores; o por otros.

Bajo tales condiciones y conforme todo lo que hasta aquí se ha detallado, dirigir o integrar funcionalmente cada una de las dependencias de inteligencia, operacionales, territoriales o unidades de combate que en forma conjunta, es decir, como un aparato de poder militarmente organizado, ejecuta actos criminales, es fundamento de por sí suficiente para responsabilizar funcionalmente como coautor a cada uno de sus integrantes, por todos y cada uno de los hechos ejecutados por esos grupos dentro del plan común y dentro de esa estructura, más allá de las específicas contribuciones adicionales que cada uno haya realizado a cada uno de los hechos concretos ejecutados por el grupo dentro de ese marco común e integral.

Así, para fundar la responsabilidad y la calidad de coautor, basta probar cuál fue el rol y las tareas que cada uno cumplía dentro de ese aparato criminal a la época de los secuestros, los tormentos, los cautiverios inhumanos y los asesinatos y la forma en que contribuían a la estructura, al plan y, consecuentemente, a cada uno de los hechos ejecutados en ese marco. Cualquier otra intervención adicional que pueda acreditarse respecto de cada uno de los hechos, será solamente eso: un plus, cuya eventual ausencia no quita responsabilidad alguna.

Por supuesto, esas contribuciones podían provenir no solamente de cualquiera de los componentes e integrantes de cada uno de los grupos específicos al que cada imputado pertenecía. Esas contribuciones podían provenir de otros espacios funcionalmente vinculados al plan represivo, como ser otros grupos de la misma fuerza; o podían ser realizadas por integrantes de grupos de otras Fuerzas Armadas, de la SIDE o de las demás Fuerzas de Seguridad. O incluso, podían derivarse de la comunidad informativa nacional o regional; o de integrantes de fuerzas represivas extranjeras para lo cual, como vimos, se empleaba el marco provisto por Cóndor.

Señores jueces: En este juicio se comprobaron los roles que tuvieron y las tareas que los imputados cumplieron dentro del aparato criminal nacional o, en un caso, colaborando con él de manera necesaria.

Los roles, las tareas y los aportes fueron diferentes, pues el escalón que ocuparon dentro de la maquinaria fue diferente, conforme a la división de funciones pergeñada. Esto llevó a que, por sus respectivas funciones, algunos estuvieran más próximos a las víctimas, mientras que otros estuvieron más alejados, contribuyendo a su suerte y realizando sus aportes desde un escalón superior.

Es por eso que lo que primero que debemos manifestar es que, sin perjuicio de lo que sostendremos luego en relación con quienes revistieron un escalón jerárquico intermedio como comandantes de zona, subzona, área y subárea, respecto de Cordero y de Furci se han probado sin ningún tipo de dudas todos los requisitos que la doctrina exige para imputar coautoría funcional, más allá de que, por cuestiones administrativas y de tipicidad, a Cordero se le atribuirá una participación primaria.

Así, Furci perteneció a una fuerza de seguridad del Estado Argentino, la SIDE; y Cordero perteneció al SID del Ejército Uruguayo, actuando tanto desde su país como en el nuestro conjuntamente a los integrantes de la OT 18. Ambos actuaron, en forma voluntaria, bajo las órdenes emanadas de sus superiores. Furci conocía sus obligaciones como funcionario público argentino. En Uruguay, Cordero también era funcionario público. Pese a ello, Furci consintió en formar parte y Cordero en participar necesariamente de esa organización de poder que se apartó ostensiblemente del Derecho, que había pergeñado un plan de ataque sistemático y clandestino que tuvo como propósito destruir a un grupo entero de la población civil, ataque sistemático que se llevó adelante de acuerdo a las normas contenidas en los planes de batallas para la denominada “lucha contra la subversión”. Esa pertenencia y esa colaboración necesaria para la organización; y la empatía con el plan sistemático diseñado, los llevó a una disponibilidad voluntaria hacia la realización del hecho delictivo. Entonces, existió una decisión común.

Ambos imputados realizaron actividades que contribuyeron a las acciones ilícitas ejecutadas dentro y fuera de los CCD donde se alojó a las víctimas: existió así una división de trabajo.

Furci tuvo el co-dominio en la ejecución del plan diseñado por los superiores, con un perfecto conocimiento de todo lo que acontecía dentro del centro clandestino de detención y de la totalidad de las actividades desplegadas por la OT 18: existió entonces co-dominio del hecho.

Cordero, que como militar uruguayo actuó ilegalmente en nuestro país, tenía ese mismo conocimiento, tenía poder de decisión y realizó todo tipo de contribuciones imprescindibles para la ejecución de los hechos que se le imputan pero carecía de los atributos de funcionario público requeridos por el tipo agravado seleccionado, por lo que debe concluirse que participó necesariamente en el hecho de otro. Esto es así porque en tal contexto, los integrantes de fuerzas extranjeras que en el marco del plan sistemático contribuyeron a la realización de estos hechos ilícitos brindando y/o intercambiando información, integrando grupos operativos que secuestraron personas, interrogando y/o torturando prisioneros, compartiendo sus custodias o efectuando otros tipos de aportes, contribuyeron necesariamente a las tareas de los funcionarios públicos argentinos en la ejecución de los delitos de privación ilegal de la libertad agravados por esa condición especial.

Todas las contribuciones realizadas por ambos procesados fueron esenciales para el funcionamiento de la estructura; y tuvieron sus efectos en la etapa ejecutiva de cada uno de los hechos que se le enrostran.

Señores jueces: En este juicio se probó la metodología sistemática adoptada de manera general por el aparato de poder nacional y, de manera particular, por los integrantes y agregados al grupo de la OT 1.8 y por el grupo de militares uruguayos que necesariamente colaboraba, dirigidos por Gavazzo.

En este juicio se probó que, en ese contexto, los que buscaban, obtenían y procesaban información; los que secuestraban; los que interrogaban; los que torturaban; los que mataban; los que custodiaban; los que planificaban; los que cumplían órdenes y los que en ese nivel inferior del escalafón ordenaban; los que proveían la infraestructura y los medios; los que coordinaban; los que decidían quién sobrevivía, a quién se castigaba; los que castigaban; los que disponían los traslados hacia la muerte y los que trasladaban, cada uno de ellos sabía de todos los pasos que cada víctima iba atravesando y colaboraba con sus respectivas contribuciones en cada uno de esos pasos.

Más allá de la tarea específica que cada día podían realizar Furci y Cordero, ambos tenían ese conocimiento y ambos contribuían con sus respectivas actividades al actuar del grupo. Centrándonos ahora en ellos, reiteramos lo recién manifestado: ambos conocían todos los pasos que cada víctima iba atravesando y colaboraba con sus respectivas contribuciones en cada uno de esos pasos.

Como meros ejemplos y sin perjuicio de lo que luego abundaremos, recordemos las labores de Cordero en el armado del organigrama del PVP para facilitar las capturas de sus integrantes, en la violación de Quadros o en el interrogatorio bajo tormentos de otros cautivos; o la particular incidencia de Furci en el destino de la secuestrada Mariana Zaffaroni o en el contexto en que Carlos Santucho fue asesinado, mientras varios prisioneros eran obligados a presenciarlo. Por si fuera poco, ambos aportaban también en la común custodia de cada cautivo y a su sometimiento a condiciones inhumanas de vida.

Consecuentemente, ambos contribuyeron, con sus respectivos roles y tareas, funcionalmente a la ejecución de los hechos. En ese contexto, Furci debe ser reputado coautor; y Cordero partícipe necesario.

Señores jueces: Vimos hasta aquí cómo la teoría de la coautoría funcional, desde la visión que debe darse a estos hechos, demuestra la calidad de coautores de quienes se encontraban en el nivel inferior de la jerarquía, esto es, al nivel horizontal de los componentes de la OT 1.8. A nuestro modo de ver, en este mismo nivel de la escala, funcionalmente más próximo a la materialización de los hechos, es indiferente dar órdenes o cumplirlas: en este nivel, funcionalmente es coautor tanto quien da la orden como quien la ejecuta.

Pero para muchos de los que rechazan la aplicación de la tesis de la autoría mediata, la coautoría funcional resulta también apta para explicar las intervenciones verticales, esto es, las del autor detrás del autor, la de quienes estaban en un escalón superior a la OT 1.8 o a las otras estructuras del aparato de poder: por ejemplo, los jefes territoriales.

Así, por ejemplo, Sancinetti[6] afirma que a diferencia de los casos corrientes de coautoría horizontal que se dan en el mismo nivel, entre los autores mediatos y directos, que están en niveles diferentes, existiría una coautoría vertical. Dice:

“si el autor es mediato, en el sentido de que domina el aparato de poder sin intervenir en la ‘ejecución’, y, concurrentemente, deja en manos de otros la organización de la realización del hecho, como autores directos, entre éstos y aquél hay propiamente una coautoría, porque con su aporte, cada uno domina la correalización del hecho, aunque ‘pierden el control’ en tiempos distintos”.

Por su parte, Bacigalupo considera que quien tiene capacidad para disponer de un aparato de poder mediante órdenes tiene el dominio de la decisión. En esos casos, el ejecutor inmediato del hecho ordenado a su vez tiene el dominio de su propia acción y es plenamente responsable de su acción, por lo que ambos dominios son organizativamente necesarios para la comisión del hecho. Consecuentemente, considera que en estos casos existiría coautoría: quien da la orden, lo hace para que su decisión sea ejecutada por otro. La orden es imprescindible, porque si no, el hecho no se hubiera ejecutado; y el que la da, actúa conjuntamente con quien la cumple con plena responsabilidad. Además, señala que las órdenes de las que se trata en estos casos son per se ilícitas: de matar, torturar, secuestrar, etc., y el que da la orden ya contribuyó a configurar el hecho de una manera característicamente delictiva, es decir ilícita y culpable. Estos casos se diferenciarían de otros en los que la acción del que contribuye antes de la ejecución es socialmente adecuada, por ejemplo el que vende el arma en una armería, el farmacéutico que vende el veneno con el que se va a matar, por lo que no hace un aporte característicamente delictivo.

Jakobs[7], también partidario en estos casos de la coautoría, entiende que únicamente a través de la conjunción de los que imparten las órdenes y de quienes las ejecutan se puede interpretar un hecho individual del ejecutor como aportación a una unidad que abarca diversas acciones ejecutivas. Sostiene así que en el exterminio de judíos en el período nacional-socialista, también fueron coautores los coordinadores que no ejecutaron los hechos por sí mismos. Así, considera que “para la coautoría no se requiere de una decisión recíproca, sino que basta con una decisión de adaptación”; y que por tanto “…el sujeto que está situado detrás del autor en el caso de un aparato organizado de poder no es ‘un autor detrás del autor’, sino un coautor”. Y señala que:

“Sólo puede llegar a haber codelincuencia si alguien ejecuta una conducta cuya continuación en una realización del tipo no ha de entenderse como puro arbitrio del sujeto que ejecuta, sino como inherente al comportamiento anterior, dicho de otro modo, su ejecución debe significar que no sólo ese comportamiento inicial, sino también el comportamiento de continuación realizado por el ulterior actuante, son asunto del autor y, en este sentido, deben serle atribuidos”.

Jakobs, tal como lo destacáramos al sostener la coautoría funcional en el nivel inferior de la OT 1.8, entiende que la ejecución no es sólo realización de quien ejecuta, sino ejecución de todos los intervinientes, con independencia de quién sea la mano que se mueva para ello; todos los intervinientes generan con su conducta una razón para que se les impute la ejecución también como ejecución suya.

Ante la pregunta de cuál de los intervinientes domina el hecho, Jakobs entiende que la respuesta sólo puede ser “el colectivo”. De allí deduce que, antes de afirmar que es el colectivo el que domina la ejecución, los intervinientes antes de la ejecución han fijado el marco, o, cuando éste es variable, al menos lo han propuesto y los ejecutores lo rellenan. Lo que derive de ello es la realización concreta del tipo, compuesta de marco y relleno, siendo el relleno precisamente la ejecución del hecho, que se ajusta al marco y que por ello es también ejecución de aquellos que han creado el marco.

Jakobs sostiene así que la cuestión del dominio del hecho no es otra cosa que la cuestión de la cantidad de intervención. Es decir, en el caso de sujetos que intervienen en la fase previa, la cuestión es en qué medida determinan el marco de la ejecución y, con ello, la ejecución misma o, en el caso de los ejecutores, la cuestión acerca del margen de configuración que aún permite el marco. A cualquier interviniente le incumbe, en cuanto miembro del colectivo, la ejecución en el marco configurado para ella. Que cometa u omita es indiferente: en todo caso, la ejecución infringe su deber, aunque sea por mano ajena.

Para esta postura, así, los que se encuentran en la cúspide de la pirámide orgánica, que deciden la forma en que se realizarán los hechos, diseñan el marco de las acciones concretas, proporcionan los medios necesarios, se sirven de las fuerzas bajo sus mandos y ordenan la ejecución de los hechos, son coautores. Vemos que para esta visión, entonces, son coautores funcionales tanto los que dividen sus tareas para ejecutar las órdenes, como los que las dictan, sin importar su grado ni su jerarquía dentro de la estructura.

 

C.2.5. Empresa criminal conjunta

Señores jueces: algunos tribunales internacionales ad hoc, como el de la ex Yugoeslavia (ICTY) y el de Ruanda (ICTR), desarrollaron un sistema de atribución semejante a hechos estructuralmente análogos a los de este juicio. Esto incluso fue mencionado y examinado por la Cámara de Casación en la citada sentencia Olivera Róvere. Por de pronto, recordemos que estos tribunales internacionales tuvieron bajo juzgamiento, lo mismo que ahora este Tribunal, la ejecución de crímenes masivos.

Así y como derivación del ius cogens, se adjudicó responsabilidad a través del instituto conocido como “empresa criminal conjunta”, al considerarse que era una de las formas de cometer los hechos.

En el conocido fallo Tadic, se sostuvo que la “empresa criminal conjunta” depende de un co-dominio funcional de los acontecimientos, y por ello “un co-ejecutor en una empresa criminal conjunta no necesita cometer ninguna parte de la tipicidad objetiva del delito en cuestión”.

Sintéticamente, existen tres categorías de empresa criminal conjunta.

La primera categoría está constituida por casos en los que todos los co-imputados, actuando en función de un designio común, poseen la misma intención criminal. Los prerrequisitos objetivos y subjetivos para imputarle responsabilidad criminal a un participante que no efectuó la matanza, o que no se pudo probar que lo hizo, son que el acusado debe haber participado voluntariamente en algún aspecto del designio común, por ejemplo, infringiendo violencia no fatal sobre la víctima, o proveyendo asistencia material o facilitando las actividades de los co-ejecutores; y que el acusado, aunque no haya personalmente efectuado la matanza, debe haber querido ese resultado.

La segunda categoría distintiva se aplica a casos en los que se alegó que los delitos imputados fueron cometidos por unidades militares o administrativas, como las que coordinan campos de concentración. En estos casos los requisitos son: la existencia de un sistema organizado de maltrato de detenidos y comisión de los delitos alegados; que el acusado esté al tanto de la naturaleza del sistema; y que el acusado, de alguna manera, haya participado activamente en hacer cumplir el sistema, por ejemplo, alentado, prestado ayuda o participado en la realización de designio criminal común.

La tercera categoría se refiere a casos que involucran un designio común en el que uno de los co-ejecutores comete un hecho que, si bien es externo del designio común, es de todos modos una consecuencia natural y previsible de efectuar ese propósito común”[8].

En Olivera Róvere, la CFCP entendió que del análisis de las tres formas de participación en la “empresa criminal conjunta”, puede concluirse que sus elementos son: primero, una pluralidad de personas; segundo, la existencia de un plan, designio o propósito común que asciende a, o incluye, la comisión de un crimen internacional. No hay necesidad de que este plan, designio o propósito haya sido previamente acordado o formulado. El plan o propósito común puede materializarse extemporáneamente y ser inferido del hecho de que una pluralidad de personas actúan en unísono para llevar a cabo una empresa criminal conjunta. Y finalmente, la participación del acusado en el designio común incluyendo la perpetración de un crimen internacional. Esta participación puede no consistir en la comisión de un crimen específico, sino consistir en la asistencia, o contribución a la ejecución del plan o propósito común.

Podemos ver que tales conceptos son, también, plenamente aplicables a los hechos y a las conductas de los imputados.

 

C.2.6. Autoría mediata

Sin embargo, coincidimos con las querellas, con los fundamentos de la Cámara Federal en la causa 13/84 y con lo asentado por este tribunal en la sentencia de la causa n° 1627, en que quienes dirigían la estructura desde su cúspide o desde posiciones intermedias deben ser considerados autores mediatos.

Esta es la postura, además, que tribunales de otros países han extraído de supuestos similares. A modo ilustrativo, podemos consignar que esta teoría fue utilizada por el Tribunal Supremo Alemán, en la sentencia dictada el 26 de julio de 1994 para el caso de los miembros del Consejo de Seguridad Nacional de la República Democrática Alemana, con miras a su responsabilidad por los disparos contra ciudadanos alemanes que intentaban escapar del país escalando el muro emplazado como frontera del mismo (conocido como el caso de los “Tiradores del Muro”). Más recientemente, la Sala Penal Especial de la Corte Suprema de Justicia de Perú, 7 de abril del 2009, la ha utilizado para fundamentar la culpabilidad del ex presidente Fujimori como autor mediato de la comisión de delitos contra la humanidad.

Consciente de que las teorías tradicionales que reglan la responsabilidad individual se mostraban insuficientes para aprehender y explicar, en toda su dimensión, las masacres desplegadas por aparatos organizados de poder estatal y el preciso rol que debía asignarse tanto a los ejecutores directos de los crímenes, plenamente responsables, como a los que se encontraban en la cúspide de la pirámide dominando toda la estructura, esto es, a quienes aparecían como sus máximos culpables pese a que personalmente no habían ejecutado ninguno de los múltiples delitos, Roxin advirtió que ese dominio del aparato organizado de poder importaba el dominio de la voluntad de sus integrantes.

Recordemos que, justamente, la doctrina tradicional ha considerado que la persona que, pese a no realizar la conducta típica, mantiene el dominio del hecho a través de un tercero cuya voluntad, por alguna razón, se encuentra sometida a sus designios, debe ser considerado autor. Así, autor mediato es el que se vale de otra persona para ejecutar la acción típica, dominando el hecho mediante el dominio de la voluntad del ejecutor.

Roxin encuentra, así, en la autoría mediata por dominio de la voluntad, el concepto dogmático adecuado para explicar el carácter que penalmente debe atribuirse a quienes se encuentran en los estratos más altos de decisión. Lo encuentra al sostener que el concepto de autoría mediata no sólo debe aplicarse a los tradicionales casos de coacción o de error en el ejecutor. Entiende que también corresponde que se emplee en los supuestos en que el dominio de la voluntad, se realiza en virtud de una maquinaria de poder organizada estatalmente, donde no concurren ni la coacción ni el error.

El sujeto tiene a su disposición una maquinaria que maneja por medio de órdenes y mediante la cual puede cometer crímenes sin tener que delegar su realización a la decisión autónoma del ejecutor. Así como el autor inmediato domina la acción y el coautor domina funcionalmente el hecho, el autor mediato domina el hecho a través del dominio de la voluntad de otros, aun cuando esos otros actúen en forma culpable.

Ya explicamos que el plan de exterminio fue pensado para ser ejecutado por estructuras militares, cuya forma normal de actuación también mencionamos. De esta forma, el aparato organizado de poder se debe ver como un verdadero instrumento de hecho, compuesto por un gran número de personas que, gracias a la forma estructurada de actuar del aparato de poder, garantiza la producción del resultado con tan alto grado de probabilidad que se puede hablar de un dominio del resultado a través del hombre de atrás, independientemente de la diferente situación individual que pueda tener cada uno de los actores[9].

En este punto resulta necesario hacer una aclaración: Autor mediato no es sólo el jefe máximo de la organización, sino todo aquel que en el ámbito de la jerarquía transmite la instrucción delictiva con poder de mando autónomo. Puede, por lo tanto, ser autor incluso cuando él mismo actúa por encargo de una instancia superior, formándose así una cadena completa de autores mediatos[10].

En este juicio se ha demostrado que muchos de los imputados -los jefes territoriales- formaban parte de esta cadena de autores mediatos, transmisora de las instrucciones delictivas emanadas de los estamentos superiores de la organización, y que a su vez tenían poder autónomo de mando, conforme el particular diseño del plan criminal y de la estructura para realizarlo.

Vamos ahora a señalar cuáles son los requisitos de este tipo de autoría, los confrontaremos con las conclusiones extraídas de la prueba y mencionaremos cuáles son las consecuencias de tales afirmaciones.

C.2.6.1. Aparato organizado de poder

El primer presupuesto es de carácter general y ya lo explicamos: la existencia de un aparato organizado de poder.

Las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Seguridad de nuestro país, como se ha demostrado en el juicio y como sucede en el resto del mundo, son instituciones organizadas y estructuradas verticalmente, rígidas y jerárquicas. Son estructuradas porque las órdenes que imparten los miembros de la cúpula directiva y sus estamentos intermedios son cumplidas por los ejecutores materiales. Son rígidas porque la transmisión de esas órdenes es cumplida de modo automático por aquellos. Y son jerárquicas, porque la asignación de roles dentro de la cadena de mandos se cumple de manera estricta, sin perjuicio de que, como en todo, pueda adaptarse a las circunstancias.

Como adelantamos, no interesa si el autor mediato está ubicado a la cabeza del aparato de poder o en los mandos intermedios de los mismos, ya que lo determinante para imputarle responsabilidad penal al sujeto es la autoridad con la que puede dirigir la parte de la organización que le está subordinada. En este caso, se ha probado en el juicio que la estructura jerárquica de cada una de las jefaturas de zona dependía del Estado Mayor del Ejército; y tenía a su mando a las jefaturas de subzona, que tenían control funcional sobre las jefaturas de áreas y de subáreas. Los jefes de éstas últimas, a su vez, eran quienes comandaban y ordenaban las actividades que realizaba el personal de sus respectivas unidades.

En lo que respecta a la Armada, cada Fuerza de Tareas dependía del Comandante de Operaciones Navales (CON) y tenía a su cargo los diferentes grupos de tareas (GT), sobre los que ejercían un control funcional. De tal forma, cada jefatura de esa estructura era una de las agencias estatales determinadas a ejecutar las medidas represivas ordenadas por sus superiores.

Ya veremos cómo influye la circunstancia de la indeterminación de los ejecutores. Lo que ahora debemos mencionar es que, para los autores mediatos, las víctimas concretas son también indeterminadas. El autor mediato domina el hecho de forma preponderante y determina genéricamente a los grupos de personas. Es en el nivel de los ejecutores donde se realiza la precisión y la determinación, conforme la simbiosis operacional, logística y de inteligencia, a la cual directamente contribuye también el autor mediato.

C.2.6.2. Actuación al margen del derecho

El segundo presupuesto que se necesita para aplicar esta categoría dogmática de autoría es la necesidad del apartamiento del derecho del aparato de poder. Para establecer este presupuesto, se necesita verificar que la organización actúe al margen del derecho nacional o internacional. Esa desvinculación debe ser de carácter estructural e institucional, es decir la violación masiva y sistemática de los derechos humanos deben formar parte de una política concreta, pero puede no ser total. Esto fue justamente lo que ocurrió en nuestro país. Al irrumpir en el gobierno las fuerzas militares que llevaron a cabo el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, junto con la estructura represiva ilegal creada por la junta militar convivían instituciones estatales que se enmarcan dentro del derecho vigente. Más allá de que esto fue público y notorio, recordemos la expectativa de la ciudadanía sobre el funcionamiento, aun en esos momentos, de ciertas instituciones: se seguía reclamando a los organismos que se creía responsables, se seguía denunciando a la justicia para que averiguara, se seguían presentando acciones de habeas corpus. Los Códigos Penal, Procesal Penal y el resto de las leyes seguían en vigencia. Sobre el punto, Kai Ambos claramente explica que:

“En el caso de violencia masiva y sistemática estatal, no es necesario que todo el aparato estatal como tal funcione fuera de los límites del derecho nacional o internacional, basta que una parte de las instituciones, por ejemplo, las fuerzas de seguridad funcionen como un <estado dentro del Estado> e implementen una política de violaciones de derechos humanos bajo el liderazgo de altos funcionarios”[11].

Señores jueces: Entendemos que se ha probado debidamente que la desvinculación del derecho por parte de las Fuerzas Armadas y de las Fuerzas de Seguridad de nuestra nación ha sido instantánea, ya que desde un principio los mandos superiores de esas instituciones decidieron –al elaborar el plan sistemático de represión- abandonar el estado de derecho vigente hasta ese momento, cometiendo los hechos ilícitos que se han ventilado en este juicio.

C.2.6.3. Funcionamiento automático

Por otro lado, se ha probado el funcionamiento autónomo de la organización. No cabe ninguna duda de que las Fuerzas Armadas y las Fuerzas de Seguridad que operaban por esos años en nuestro país, desplegaron una vida independiente de la identidad variable de sus miembros. En este sentido, tenemos que observar que los cambios de las cúpulas militares y los cambios de los mandos medios o los ejecutores directos no estaban relacionados; y que, además, pese a los cambios, el plan sistemático de represión se mantuvo incólume. Esa vida “autónoma” de la organización es la que transmite la seguridad de que se cumplirán las conductas antijurídicas, sin importar los ejecutores directos y sin que éstos reparen quién es el sujeto que dicta la orden ilícita.

Consecuentemente, se probó que, desde marzo del año 1976, existió en la República Argentina un aparato organizado de poder; y que el mismo tuvo un orden jerárquico y una estructura vertical. En este sentido, la organización criminal montada por las autoridades militares que subvirtieron el orden constitucional contó con un funcionamiento autónomo, que le permitió desplegar su actuación a través de mandos superiores, intermedios y de ejecución directa, en claro respeto a la asignación de roles por ellos dispuesta.

C.2.6.4. Poder de mando

Señores jueces: El tercer presupuesto que debemos verificar para saber si estamos ante la presencia de una autoría mediata de las características que estamos analizando, es el poder de mando.

Se ha definido al poder de mando como la capacidad del nivel estratégico superior –del hombre de atrás- de impartir órdenes o asignar roles a la parte de la organización que le ésta subordinada. Vemos así que este concepto abarca no sólo a la cúpula superior de la estructura de poder, sino que también a los mandos intermedios, siempre y cuando éstos den las órdenes a los mandos inferiores, es decir, a los ejecutores directos. Obviamente, las órdenes pueden ser explícitas o implícitas y, por supuesto, no necesitan que queden plasmadas en un documento para que las mismas sean acatadas por los subordinados. Esto fue explicado de manera suficiente en este juicio por los testigos expertos y por los diversos precedentes que ya citamos.

Por otra parte, esta noción del poder de mando excluye por completo la posibilidad de aplicar otras formas de autoría mediata, a saber: autoría mediata por dominio de la voluntad en virtud del error o por dominio de la voluntad en virtud de coacción. Esto es así, puesto que no es necesario que se recurra a dichos medios para obtener la ejecución de los hechos ilícitos, ya que si uno de los numerosos órganos que cooperan en la realización de ellos elude cumplir su cometido, otro inmediatamente lo suple y no resulta afectada la ejecución del plan global.

C.2.6.5. Fungibilidad del ejecutor

El cuarto presupuesto específico que Roxin encuentra decisivo para fundamentar el dominio de la voluntad en estos casos es la fungibilidad del autor directo en el marco del dominio de la organización, que es cambiable a su voluntad. No falta la libertad ni la responsabilidad del ejecutor, como en los casos tradicionales de autoría mediata: el que realiza el hecho, el que lo ejecuta, responde como autor culpable y de propia mano.

Desde el punto de vista del autor mediato, el ejecutor se presenta como una figura anónima y sustituible, de modo tal que el autor directo constituye un engranaje en la maquinaria de poder. Con este presupuesto se compensa la falta de control del autor mediato sobre el autor directo plenamente responsable, quien en cualquier momento puede tomar la decisión de abandonar el plan criminal.

En este sentido, sólo se puede hablar de un dominio por medio de un aparato organizado de poder si se comprueba que la organización produjo un número suficiente de potenciales ejecutores intercambiables y dispuestos a cumplir las órdenes de los estamentos superiores. Por lo tanto, el autor mediato ni siquiera domina al autor directo –que es plenamente responsable-, sino que domina al conjunto de autores directos que forman parte de la organización criminal. Los autores directos no son más que ruedas intercambiables de la máquina del aparato de poder organizado. Con este tipo de dominio, el autor mediato se asegura de que se lleven a cabo las órdenes por él dadas y, por ende, que se logre el éxito del resultado típico descripto en las normas penales. Citándolo nuevamente, para Roxin:

“quien es empleado en una maquinaria organizativa, en cualquier lugar, de modo tal que pueda impartir órdenes a sus subordinados, es autor mediato en virtud del dominio de la voluntad que le corresponde si utiliza sus competencias para que se cometan acciones punibles. Que lo haga por iniciativa propia o en interés de las instancias superiores y a órdenes suyas es irrelevante, pues para su autoría lo único decisivo es la circunstancia de que puede dirigir la parte de la organización que le está subordinada, sin tener que dejar a criterio de otros la realización del delito”.

Señores jueces: En este proceso, también se ha demostrado que quienes tuvieron niveles de mando intermedios dentro de la estructura del Ejército y de la Armada y poder de mando autónomo, conforme el diseño de la estructura en función del plan criminal, conocían perfectamente-y se basaron en- esta situación para dirigir sus órdenes -y supervisar su cumplimiento- a los estamentos inferiores, que las cumplían en forma acabada y voluntaria. En consecuencia, quienes integraron y/o dirigieron jefaturas territoriales, en cuyo ámbito de actuación se cometieron los hechos que ya hemos probado, tenían el dominio completo respecto de la producción de los resultados típicamente relevantes para el derecho penal.

C.2.6.6. Disponibilidad hacia el hecho

Señores jueces. El último de los presupuestos de la autoría mediata es la disponibilidad hacia el hecho como elemento específico de la organización, requisito advertido originalmente por Schroeder y actualmente reafirmado por Roxin[12].

Este requisito tiene que ver con la predisposición del autor directo a la realización del hecho criminal. En estos casos, el autor directo no actúa como cualquier ciudadano ante la comisión de un delito, sino que, por el contrario, deja de actuar como ente individual, pasando a ser parte del todo estratégico, operativo e ideológico que integra la organización de poder. Es decir, la pertenencia a la organización da lugar a una tendencia de adaptación; y esta puede llevar al ejecutor directo a una cooperación en acciones que jamás se le ocurrirían si no formara parte de esa organización. Por tal razón, Roxin agrega que:

“también es un fenómeno típico de las organizaciones el excesivo celo en el servicio, sea por el deseo de hacer carrera, por la necesidad de destacar, por ceguera ideológica o también debido a impulsos sádicos o cualquier otro de carácter criminal, a los cuales el miembro de tal organización, crea que pueda ceder sin ser castigado”[13].

Todos estos factores, concluyen en un solo punto: llevan a una disponibilidad de los miembros hacia la realización del hecho delictivo, que es condicionada por la organización. Esta disponibilidad, junto con la posibilidad de intercambiar esos miembros, constituye para los hombres de atrás un elemento esencial de la seguridad con la cual ellos pueden contar para el cumplimiento de sus órdenes.

Luego nos ocuparemos, uno a uno, de los imputados. Los que ocuparon, con poder de mando autónomo, estratos intermedios de la estructura de poder, conocían perfectamente que las personas que operaban bajo su órbita de poder reunían estas características subjetivas. Ya demostramos cómo estaban identificados ideológica y afectivamente con el plan criminal.

No cabe ninguna duda, entonces, por la prueba reunida en el debate y por su forma de actuar, que quienes operaban en las respectivas estructuras que cada uno dominaba, estaban condicionados por la organización para cometer voluntariamente los hechos ilícitos probados en el juicio. Algunos, quizás por la necesidad de destacarse dentro de la estructura verticalista de la fuerza en la que estaban enrolados; otros probablemente por ceguera ideológica; y otros incluso para saciar sus impulsos sádicos o criminales. La prueba testimonial recabada en este juicio confirma con suficiencia esta afirmación. Estas circunstancias conocidas aseguraban a los autores mediatos que las órdenes por ellos dadas iban a ser cumplidas, poseyendo, de esa manera, el dominio total sobre la producción del resultado típicamente relevante para el derecho penal. En consecuencia, por todo lo expuesto, podemos afirmar que la forma de actuación organizada, el poder de mando, el apartamiento del derecho por parte de la estructura de poder, la fungibilidad general y la elevada disponibilidad hacia el hecho de los potenciales autores inmediatos, son los elementos que fundamentan el dominio del hecho de los autores de escritorio.

Como ya es sabido, esta forma de autoría se encuentra contemplada por el art. 45 del CP, sea que se derive -como lo hacen entre otros Soler y Núñez- de su primera parte, sea que se considere -como por ejemplo Zaffaroni y Sancinetti- del último párrafo, contemplada como una forma de determinación.

C.2.6.7.

Señores jueces: No se nos escapa que parte de la doctrina critica esta postura, básicamente porque rechaza el criterio de fungibilidad del ejecutor, al entender por un lado que no podría sostenerse a un mismo tiempo la responsabilidad plena del ejecutor y de quien domina su voluntad; y por el otro que faltaría la fungibilidad del autor directo por cuanto el mismo hecho no podría realizarse en caso de negarse.

Sobre el primer punto, ya nos explayamos suficientemente al hablar de la fungibilidad, apreciada desde el autor mediato, del acondicionamiento y de la identificación del ejecutor; y de su capacidad para negarse, en cualquier momento, a cumplir una orden, teniendo entonces el autor mediato la capacidad de suplantarlo.

Justamente esto es lo que permite rechazar la segunda crítica. Señores jueces, lo que importa no es la negativa de un individuo a cumplir una orden; lo que importa es que el autor mediato esté en condiciones de reemplazarlo si se da esa posibilidad. Desde el punto de vista del autor mediato, la negativa a cumplir la orden es intrascendente, siempre y cuando el autor mediato esté en condiciones de reemplazarlo.

Resulta claro que los condicionamientos de pertenencia y la identificación con el plan de los que hablamos, generalmente harán innecesario el reemplazo. Como correctamente señala Roxin, cuanto más decidido está el ejecutor, menos necesario será que el hombre de atrás ejerza dominio y lo reemplace. Lo que interesa es que tenga esa posibilidad de reemplazo.

Recordemos, además, que el argumento de la defensa Echan fue la conocida “Teoría del sacrificio gratuito”: si él se hubiera negado a ordenar las matanzas, el delito lo habría cometido otro, por lo que el hecho, para la víctima, se hubiera realizado de cualquier modo. A esa afirmación Roxin contesta que la objeción de la “causalidad adelantada” “carece de significado dogmático tanto en la doctrina de la autoría como en general: quien comete un delito, no se ve exonerado de responsabilidad porque de no haberlo hecho él, otro lo habría cometido”

Lo importante es que, en este tipo de masacres, la eventual negativa del ejecutor a cumplir una orden no impide que el plan siga funcionando, porque se hubiera reemplazado al que se negó. Es claro que el que cumplió la orden, el ejecutor, no pierde el dominio del hecho porque éste se hubiera producido igualmente aunque se hubiera negado. Además, resulta llamativo que se argumente que la fungibilidad caiga cuando la orden se dirige a que la cumpla un especialista: más allá de lo que pueda ocurrir en algún caso muy concreto, lo cierto es que la fungibilidad del ejecutor se mantendrá contando, simplemente, con el número necesario de especialistas. Señores jueces, permítanme el siguiente ejemplo: Si una misión necesita de un aviador y éste se niega, solo podrá descartarse la fungibilidad si ese aviador, el que se negó, era el único aviador que tenía en el ejército. Generalmente, esto no ocurre: los ejércitos tienen muchos aviadores para cumplir las misiones y resulta claro que pilotear un avión de combate es una tarea que requiere de habilidades especiales que cualquier soldado no posee. El aviador es un especialista que puede ser reemplazado por un número fungible de especialistas.

De lo anterior podemos sacar otra consecuencia, que permite demostrar la importancia funcional y la particular relevancia de quienes integran los grupos de elementos fungibles.

Como vimos, la fungibilidad se basa en que, si alguien se hubiera negado a ejecutar la orden y cometer el hecho, hubiera sido reemplazado por otro. Es claro que si todos se hubieran negado la orden no se hubiera cumplido y el hecho, al menos de esa forma, no se habría cometido. Ello demuestra que la conducta de los otros instrumentos fungibles es fundamental para que el hecho se realice de la forma planificada y que el autor mediato pueda confiar en la ejecución de la orden.

Recordemos que una de las consecuencias de considerar al hombre de atrás como autor mediato, es que con la emisión de la orden al que le sigue en la cadena de mandos en el marco de una estructura organizada, principia la ejecución del hecho, pues esa orden es la que desencadena una serie de acontecimientos relevantes para el derecho penal.

Resulta claro que en el momento de emitir la orden, el “hombre de atrás”, que domina el aparato organizado, confía plenamente en que la orden será obedecida y ejecutada. Esa confianza se basa en que el aparato de poder, en primer lugar, tiene una estructura y un funcionamiento “automático”, que hará que la orden sea cumplida por uno de los integrantes de un grupo fungible de ejecutores; en segundo lugar, cada uno de los integrantes de ese grupo fungible tiene competencia y predisposición para ejecutar tal tipo de órdenes y contribuir al plan del autor mediato, merced al cumplimiento de la labor encomendada. Y en tercer lugar que, de ser necesario, un ejecutor que por cualquier razón no quiera o no pueda cumplir la orden será reemplazado por otros hasta que esa orden se cumpla.

Al ser todas estas condiciones preexistentes a la emisión de la orden y necesarias para la confianza del autor mediato, fundamento de su consideración conceptual como tal y de considerar que el delito ha principiado en su ejecución, la integración al grupo de ejecutores fungibles y la disposición de cada uno de ellos a cumplir la orden -ese “estar a disposición”-, no resulta una actividad intrascendente desde el punto de vista jurídico penal.

Lo anterior es así porque, en primer lugar y en lo que se refiere al autor mediato, es el basamento de su confianza, de su tranquilidad en cuanto a que la orden será ejecutada y de que no decida emplear otro medio alternativo para la concreción de la orden. En relación con esto, resulta claro que si el autor mediato, que domina el aparato de poder, emite la orden en determinada dirección, lo hace en base a esa confianza. Y también es indudable que, en caso de conocer anticipadamente que la orden tiene como destinatario a un grupo de personas “no dispuestas” a ejecutarlas –es decir, no fungibles-, los cambiará o redirigirá la orden hacia otros sí dispuestos. Es evidente que cuando hablamos de fungibilidad, resulta indiferente que el cambio de personas sea individual o plural: es lo mismo sustituir una persona que todo un grupo.

En segundo lugar y en lo que se refiere a cada uno de los integrantes del grupo, da confianza de que la orden será cumplida por cualquiera de ellos, sin importar quién o quiénes la ejecuten.

Y en tercer lugar, y en lo que hace al ejecutor designado, también refuerza su confianza y tranquilidad el saber que, en caso de inconvenientes, su propia tarea será realizada o proseguida por cualquiera de los demás integrantes del grupo de pertenencia.

La previa disponibilidad de cada uno de los integrantes del grupo es así un auxilio indispensable para que el delito se concrete del modo planeado, por lo que la actividad de cada uno de los integrantes del grupo participa necesariamente del delito. Entre ellos, el “elegido” específicamente para el cumplimiento de la orden será el ejecutor directo del hecho y, por ende, su autor directo. Si los elegidos son varios y dividen sus funciones, todos serán coautores funcionales. Esta participación necesaria por conformar el plantel de “ejecutores latentes”, que da confianza y tranquilidad a todos los intervinientes en el hecho delictivo -autor mediato, autor directo, cómplices primarios y secundarios-, resulta también un aporte psicológico al hecho común y al plan general común.

Esta participación conlleva consecuencias jurídicas desde el mismo momento en que se emite la orden –reitero, principio de ejecución-, lo que permite diferenciarla de la participación en una asociación ilícita, que no necesita de ningún principio de ejecución para su existencia y para generar responsabilidad penal, aspectos que antes tratamos.

Llegada la orden a destino –directamente por el autor mediato o indirectamente por otros autores mediatos intermedios-, uno del grupo será el autor directo merced a la concreción material de delito y quedará absorbida por especialidad participativa la participación ya existente. Otros integrantes del grupo podrán realizar otras conductas adicionales, aparte de la participación necesaria ya concretada y diferente del aporte psicológico ya señalado, que funcionalmente, por división de tareas, importarán también un cambio de participación: pasarán también de partícipes necesarios a coautores funcionales

C.2.6.8.

Señores jueces: Si el criterio distintivo y central de la teoría es, entonces, la fungibilidad de los ejecutores, los cuales pueden hasta ser desconocidos para el autor mediato o, aunque los conozca, el autor mediato puede no saber exactamente quién será el encargado de directamente ejecutarla, de ello se deriva que: primero, cualquiera del grupo fungible está en condiciones (disponibilidad) de ejecutarlo. Segundo, que la pluralidad de elementos fungibles asegura para el autor que su orden será cumplida. Tercero, que esta característica de “estar a disposición” es una conducta que no es indiferente o inocua a los efectos de asegurar el cumplimiento de la orden y la consumación del hecho ordenado. Cuarto, que todos los que están a disposición al momento de emitirse la orden, están en idéntica calidad participativa (participación necesaria), pues la pluralidad de posibles ejecutores y su calidad de personas fungibles para ejecutar el hecho son condiciones imprescindibles, sin las cuales el autor mediato no podría asegurarse el cumplimiento de la orden y los hechos no podrían cometerse. Quinto, que todos colaboran de la misma forma, pues todos aseguran la producción del resultado.

Y, por último, que los que ejecutan directamente la orden son los autores directos (coautores funcionales si existió división de trabajo, como se ha demostrado en este juicio); pero todos los demás elementos fungibles quedan como partícipes necesarios, pues todos colaboran con el autor mediato: su fungibilidad da confianza, al autor mediato, de que su orden será cumplida; y al ejecutor directo de que, en caso de ser necesario, cualquiera tomará su lugar para asegurar el cumplimiento de la orden y la consumación del hecho. También se dan confianza entre sí, pues se aseguran de que la orden será cumplida.

Quienes realizan contribuciones adicionales a ese “estar en disponibilidad”, pasan de la participación necesaria a la coautoría funcional: concurrir a un operativo de secuestro, o planificarlo, o analizar la información que lo posibilita, o proveer de los medios para realizar el operativo o para hacer inteligencia, o torturar, o custodiar, constituyen aportes adicionales que hacen derivar la calidad del interviniente de la forma básica de participación necesaria y lo convierte en un coautor funcional.

C.2.6.9.

Como vimos, las críticas dogmáticas que se realizan a la teoría diseñada por Roxin y utilizada por este tribunal resultan, según creemos, desacertadas. Esta teoría explica de forma adecuada las relaciones entre todos los que contribuyeron a la comisión de hechos aberrantes y justifica el dominio del hecho tanto por parte de los autores mediatos como por parte de los ejecutores directos. Y como vimos, permite comprender el rol específico que asumen quienes están a disposición de ejecutar la orden y participan, de esa forma, necesariamente del resultado. Con esta visión, consideramos que se interpreta mejor la masacre vivida, la masacre sufrida, y se interpretan mejor también los roles concretos de todos sus responsables.

Lo próximo que haremos, entonces, es ocuparnos uno por uno de ellos.

 

[1] Bacigalupo, Enrique. “Dominio del hecho, Autoría Mediata y Derecho Penal Internacional”, Anuario de Derecho Penal, Ad hoc, Departamento de Derecho Penal y Criminología, UBA, 2010/2011.

[2] Claus Roxin. Autoría y Dominio del hecho en derecho penal, 7° edición, trad. Joaquín Cuello Contreras y José Luis Serrano González de Murillo, Marcial Pons, Madrid, 2000, pp. 310 y ss.

[3] Günter Stratenwerth. Derecho Penal, Pate General, I El hecho punible, EDERSA, Trad. de la 2ª ed. alemana por Gladys Romero, Madrid, 1982, págs. 247 y ss.

[4] Stratenwerth, Óp.cit, p. 248.

[5] Stratenwerth, Óp.cit., p. 251

[6] Sancinetti, Marcelo. Teoría del delito y disvalor de acción, Hammurabi, Buenos Aires, 2005.

[7] Günter Jakobs. El ocaso del dominio del hecho, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 2000.

[8] Tadic, Appeals Chamber Judgment, parágrafos 196, 202-203 y204.

[9] Claus Roxin. “Dominio de la organización y resolución al hecho”, en La teoría del delito en la discusión actual, trad. Manuel A. Abanto Vázquez, Grijley, Lima, 2007. P. 522.

[10] Claus Roxin, “Problemas de autoría y participación en la criminalidad organizada”, en Revista Penal nro. 2, Huelva, 1998. P. 64.

[11] Kai Ambos, “Trasfondos políticos y jurídicos de la sentencia contra el ex presidente peruano Alberto Fujimori”, en La autoría mediata, ARA editores, Lima, 2010. P. 82.

[12] Conf. Claus Roxin, “Dominio de la organización…” Óp. Cit., páginas. 530 y ss.

[13] Ídem, pág. 531.